martes, 16 de enero de 2018

Tiempo muerto, de Margarita García Robayo

Tiempo muerto, la última novela corta de Margarita García Robayo, tiene pocos personajes y la autora logra que todos, en algún momento, nos caigan mal: Pablo, el esposo infiel y pusilánime; Lucía, la esposa fría y dura; los papás de ella, pedorros y ordinarios; Cindy la empleada, llenadora y bullosa; Rosa y Tomás, los hijos... hasta los niños, tan idealizados en toda la literatura, por no decir en toda la historia, aparecen acá como inoportunos, o cansones. Niños que viven pegados a las pantallas para que no estorben.


Cada línea de esta novela parece construida con escalpelo: es precisa en los cortes que produce. No es amable, no es condescendiente, no es dulce. La vida tampoco lo es y en particular las relaciones de pareja pueden llegar a niveles de crueldad inesperados en personas que se supone que son buenas, que se quieren. El matrimonio logra sacar también lo peor de cada cual y de eso se encarga esta novela: de narrar el derrumbe de una relación que viene rota de tiempo atrás.

Es una obra sobre el fin del matrimonio, pero también sobre la inmigración. La protagonizan unos colombianos que viven en New Haven, son vecinos de unos argentinos y Lucía, el eje del relato, parte de vacaciones con sus hijos a Miami en donde la atiende Cindy, una gringa de origen cubano. Toda esa mezcla de desarraigo y adaptación hace parte de la novela.

Así mismo es un relato sobre la maternidad: sobre el quiebre que producen los hijos en una pareja y también en las vidas individuales de los papás. "Estaban en un café al que iban antes. Antes de ser padres, antes de ser ellos: gente que se piensa en plural", escribe la autora en una frase corta, que como todas las del libro, logra condensar en pocas líneas todo el drama de un desgarramiento que se vive con la aparente fortaleza de dos personajes que se niegan a llorar o a reflexionar sobre su fracaso. La vida es así. Punto. La vida tiene que seguir. Punto. Así son los personajes de esta novela contemporánea, que mezcla racismo, clasismo, arribismo y soledad en dosis pequeñas de ironía y sarcasmo, página tras página. Como quien administra veneno. 

Algunas frases
Estaba en crisis, era cierto, pero pensó Lucía y se llenó de furia: ¿quién no estaba en crisis?

Abría los ojos en la noche, sentía la turgencia en su barriga, el movimiento interno, y pensaba: mi cuerpo es una casa invadida por aliens.

Lucía era, con gran diferencia, la persona más inteligente que él conocía. Antes de parir era la persona más inteligente y más bondadosa que él conocía, y ahí estaba su falla, pero él no la vio, o no quiso verla: nadie podía ser las dos cosas en grado superlativo. La experiencia abundaba en casos de villanos brillantes y santos bobos.

Sus alumnos tenían la facultad de vaciarlo de criterio. De hacerle perder el entusiasmo por absolutamente todo. Y de convertir su mundo en un abismo.

Cuando mira a otras mujeres de su edad las ve viejas, porque lo son. Pero rara vez se piensa a sí misma dentro de ese conjunto.

pero un día te vas a dar cuenta de que un hombre sin raíces es un hombre muerto.

Lo raro no son las infidelidades. Lo verdaderamente raro es mirar al otro y preguntarse quién es, qué hace ahí, en qué momento le cambiaron tanto los rasgos de la cara. El desconocimiento es el saldo del tiempo acumulado, nadie puede decir con exactitud cuándo se planta la semilla. Empieza como un síntoma de desinterés, algo minúsculo que después se naturaliza y ambos dejan de preguntarse cómo es que siguen ahí, adobando la abulia frente al otro, asintiendo a lo que dice como un trámite: excediendo el período en el que aquello que decía te parecía interesante. O digno de ser escuchado. Hacía mucho que su relación estaba mal, pero hacía mucho también que había dejado de pensar en que debía hacer algo al respecto. 

A veces le parece que es otro el que habla por su boca. Ese otro, también, es el que escribe.

Eso tienen, aparte de hijos y ollas: asentamientos de tiempo muerto que ninguno se ha dignado a remover.

La espiaba con la intención de descubir si ella se habría arrepentido de tenerlos (a los niños). Era probable, pero tenía la decencia, y sobre todo, la piedad de no haberlo dicho nunca.

Hay cosas que elijo bien: las carteras, los duraznos; y otras que elijo mal: los maridos.

Lo mejor que hace por su familia es sembrarles en el estómago capas de colesterol.

prefiero cuatro millones de refrigeradores mal cerrados que la voz de mi marido o, peor, que el silencio de mi marido. Nada más ruidoso y violento que su silencio.

mantener los afectos es cuestión de disciplina.

es obvio que Cindy, como el resto del género humano, disfruta de la desgracia ajena porque la coloca mágicamente en un lugar de superioridad moral: estoy aquí para ayudarte.

una mujer inteligente jamás dejaría a un marido de tantos años. Preferiría una vida desgraciada pero cierta, a lo impredecible de la felicidad.

mucho menos de novelas realistas latinoamericanas que se escudan en dibujó comillas en el aire "la sugerencia estética" para esquivar la intención política. Yo me pregunto: si la intención es política, ¿por qué no hacerla explícita?, ¿por qué fingir que te caíste en ella accidentalmente, como en una alcantarilla destapada?

Estaban en un café al que iban antes. Antes de ser padres, antes de ser ellos: gente que se piensa en plural. 

la patria es eso que se muda contigo.

conversar con Lucía se ha vuelto eso: ir tanteando, virando el timón, pisando huevos. Buscar la reacción menos explosiva.

El mal gusto para la ropa es el último rasgo de pobreza que se va.

Era un tipo formado, pero tarde, cuando ya los vicios de crianza se le habían hecho costra dura en el cerebro.


Tiempo muerto
Margarita García Robayo
Editorial Alfaguara
Bogotá, 2017
151 páginas

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