Sara Jaramillo Klinkert tenía 11 años, una mamá y cuatro hermanos cuando un sicario mató a su papá en Medellín. Ese segundo marca el quiebre entre un antes y un después en la vida de esta familia y los ecos de ese disparo todavía resuenan 30 años después.Escribir es terapéutico, sana, cura. Los psicólogos hablan de la importancia de "verbalizar", de poner en palabras lo que uno siente o piensa porque solo cuando esos miedos o temores se vuelven lenguaje y empiezan a expresarse pueden salir de la mente y cobrar su justa dimensión.
Este libro tiene entonces esa primera dimensión: es un ejercicio honesto de la autora por matar a su padre. Como lo dice al final "te mato porque estoy cansada de intentar mantenerte vivo en mi cabeza" y dejarlo plasmado en un libro es sacarlo de la mente en la que ese muerto es un fardo muy pesado para cargar durante tantos años.
El libro está dividido en 30 capítulos cortos, con muy pocos diálogos. Son 30 escenas que se ensamblan con una cronología más o menos lineal para dar cuenta de la vida de la narradora, desde su infancia hasta hoy. Una narradora cuya voz evoluciona a medida que crece, aunque quizás la voz infantil se siente con algunos lugares comunes.
Para algunos lectores el libro puede representar un ejercicio de asomarse al duelo íntimo, tal vez demasiado personal, de una adolescente de clase alta de Medellín. Para otros el libro puede mostrar, a partir de un duelo individual, el impacto de la violencia urbana en la vida familiar. El texto ofrece muy pocos elementos de contexto político o histórico que permitan construir una mirada más macro de la época narrada. La apuesta de la autora no está en el entorno sino en fijar una lupa en la cotidianidad familiar y hogareña para mostrar la manera en que una única bala puede causar tantos destrozos continuados durante tantos años, y la paradoja que representa vivir en una sociedad que está llena de muertos y, sin embargo, aborda los duelos desde el silencio.
Algunas frases
Cuando mi profesora de ciencias preguntara qué es un centímetro, diría que es la distancia que debe recorrer un dedo para tirar del gatillo (p. 21)
Toda partida sin adiós es inconclusa (p. 38).
Suele decir que lo más grave que pudo pasarle en la vida ya tuvo lugar, que nada peor puede ocurrir. Y es verdad. Creo que enfrentar una tragedia muy fuerte hace que cualquier otro problema parezca una tontería. Se altera el sentido de la gravedad (p. 59).
Uno quiere estar solo y abrazarse a su dolor. Familiarizarse con él. Hacerse a la idea de que estará dentro de uno durante toda la vida (p. 60).
Mii madre todo lo solucionaba con su medicina favorita: el "no-piense-en-eso". Si la cosa estaba grave ameritaba un Dolex. Y si estaba más que grave ameritaba dos. (p. 74).
Sus ojos brillaban de tantas lágrimas retenidas, pero llorar es un lujo que las mamás no pueden darse en ciertos momentos (p. 90).
Nosotros nos creíamos los fuertes, pero la única verdaderamente fuerte en la casa ha sido la mamá (p. 123).
Sabíamos que el silencio aturde más que los regaños y que el descontrol no puede combatirse a gritos (p. 124).
Las plantas siempre han sido grandes maestras. Bastaba observarlas para entender el valor de la paciencia, para saber que el crecimiento solo ocurre cuando existen las condiciones adecuadas (p. 124).
El único plan minuciosamente elaborado en toda mi vida ha sido evitar embarazarme. Nunca he bajado la guardia. Hago bien mis cuentas. Sé, desde hace mucho tiempo, que ni la muerte ni los hijos tienen reversa (p. 126).
Si alguna vez quise morirme deseché la idea de solo pensar que los muertos no pueden leer. Y mientras más leía, más me daba cuenta de todos los que me faltaban. Era cosa de nunca acabar, necesitaría nacer mil veces más para poder hacerlo. Los libros me salvaron la vida (p. 133).
No volvimos a mencionar el nombre del papá. No hablamos de lo que le pasó. Cuando alguien tocaba el tema, desviábamos la conversación. Lo matamos con la fuerza de nuestro propio silencio (p. 135).
Hoy, por mi padre, siento más respeto que cariño (p. 136).
Los niños que tienen una infancia feliz, crecen con la ingenua creencia de que así será el resto de la vida, porque la felicidad es algo que la mayoría de las veces solo se aprecia cuando ya no se tiene (p. 147).
No quería verle la cara a nadie y que nadie le viera la cara y le dijera: "pobrecita, todo va a estar bien", "encomiéndese al de arriba", "mi Dios le dé fortaleza". No quería que nadie enviara flores ni que la llamara ni fuera a visitarla. Lo sé porque ya habíamos pasado por eso y no estábamos dispuestas a repetir el espectáculo (p. 187).
Una casa sin sus habitantes no es más que muros de ladrillo y tejas de barro tostadas por el sol y esculpidas por la lluvia. Nada más (p. 194).
Uno es de los lugares que extraña, no de los que habita (p. 203).
De un momento a otro empecé a pensar en él con compasión y no con odio. Me dio mucho pesar lo triste que debió ser su vida cargando con semejante insatisfacción durante tanto tiempo (p. 229).
Tengo talento para aburrirme, creo que aburrirse es una actividad infravalorada (p. 231).
Escribir no es para gente normal (p. 234).
Cuando escribo me desnudo sin quitarme ni una sola prenda (p. 236).
El silencio es precisamente lo que no lo deja a uno olvidar, pero cada cual tiene su propia forma de sobrellevar las penas (p. 245).
Te mato porque estoy cansada de intentar mantenerte vivo en mi cabeza (p. 252).
Cómo maté a mi padre
Sara Jaramillo Klinkert
Editorial Angosta
Medellín 2019
256 páginas