Después de las montañas de Abraham entre bandidos, o la finca
de La Historia de Horacio y Los caballitos del Diablo, Tomás González vuelve al
mar. El mar que se vislumbra entre la ciudad de La luz difícil, y que es tan
relevante en Primero estaba el mar, su primera novela.
En Temporal el mar es tan protagonista como puede serlo en
El viejo y el mar, el clásico de Ernest Hemingway. Y es que es muy difícil leer
Temporal sin recordar la historia de Santiago el pescador solitario. Acá
también hay una jornada de pesca, una pesca formidable y luego el mar arrebata
lo que antes se ha sacado con tanto esfuerzo. Pero a diferencia de Santiago,
los pescadores de Temporal no van solos. Son tres: El padre odiado y sus hijos
mellizos, Mario y Javier, tan distintos en todo que no se confunden en ni una
sola línea del relato.
Si algo le compite en protagonismo al mar en esta historia,
es el odio. El odio de los hijos al padre, del padre a los hijos, del padre a
la madre y viceversa. Un odio que define a la familia y que el escritor califica
como frío.
Creo que esta no es la mejor novela de Tomás González, pero
es una excelente novela. Es tan buen escritor que tiene obras mejores que ésta,
en mi concepto. No tiene el humor que caracteriza otros de sus libros, pero sí
ese lenguaje desenfadado, seco, sin adornos ni artificios. Un lenguaje directo,
despojado de todo artilugio, que suena tan tan tan natural que debe tener mucho
trabajo de edición detrás.
Algunas frases:
Nunca es mucha la plata para eso de comprar libros, así sean
usados
A Javier lo exasperaba la manía de Mario de decir que no le
había pedido el ser a nadie y que mejor habría sido no haber nacido, y se debía
controlar para no responderle que eso uno no lo pedía, ser o no ser, no seas
marica, eso te llega y es cosa tuya si te pegas un tiro o metes la puta cabeza
al inodoro, a nadie le importa un soberano culo.
La admiración que alguna vez sintió por él –única forma de
amor que el viejo al final hizo posible- había desaparecido hacía ya mucho
tiempo. El poder absoluto quizás deslumbre a un niño, no a un joven.
Javier tendía a concluir que la vida no era más que un
perpetuo entrar a los infiernos y salir de ellos.
“Aquí se cansa uno a la larga de contemplar tanto hijueputa
atardecer, creeme”.
Ustedes, güevones, nacieron con el pan debajo del brazo. No
es sino salir y agarrar el pescado y volverse para la casa a fritarlo y
comérselo. Los cocos les caen en las mismas cocorotas desde las palmas. El
plátano y el arroz no valen nada. Pero ni eso hacen estos negros vagos.
Su ira reapareció y se hizo fría.
En los libros que hasta ahora había leído casi nunca había
gente feliz.
En alguna parte Javier había leído que uno no nace para ser
feliz sino para admirar el mundo. Cuando llega la alegría, lo hace sin ton ni
son y porque le dio la gana.
Aunque mucho menos intensa e ingenua que en Mario, en Javier
la conciencia de la crueldad de la Creación es constante. No era por lástima de
los animales sino más bien por sentido estético que tanta matazón lo asombraba –pues
las cosas son como son, y a quién carajo le importa una gallina-. Y además,
siendo Dios tan poco escrupuloso en lo que a justicia se refiere, ellos,
llegado el caso, tendrían, ¿cierto?, la opción de hacer lo que quisieran. Cosa
que nunca había ocurrido, por supuesto, al menos no en instancias graves, pero
esa decisión de respetar a los demás es algo que uno toma libremente, piensa
Javier, y libremente puede dejar de tomar según le dé la gana.
Con la idea de dar un toque ambientalista, bueno siempre
para el negocio, puso basureros de plástico verde abrazados a los troncos de
las palmas y avisos en las duchas, que decían: “El agua es de todos, cuídela”.
Pero era realista y se ahorró los costos de un nuevo pozo séptico”.
Fugaces en su eternidad, como todo lo demás, son las
tormentas.
Temporal
Tomás González
Alfaguara
2013
147 páginas