viernes, 1 de abril de 2016

Adiós a las armas, de Ernest Hemingway

Soy de quienes se dieron cuenta de la existencia de Gertrude Stein por Medianoche en París (Woody Allen, 2011). Es ella la escritora que acepta leer la novela que está escribiendo Gil Pender, el protagonista de la película, y días después le hace sugerencias que mejoran sustancialmente la calidad del libro. También la muestran como una consultora permanente de Pablo Picasso, Scott Fitzgerald y Ernest Hemingway,

Eso fue en los 20 del siglo pasado. Décadas más tarde, Hemingway escribió que alguna vez Stein, que solía acogerlo en su casa parisina junto con otros escritores gringos, lo increpó por bebedor, y en medio de la cantaleta le dijo: "Todos los jóvenes que sirvieron en la guerra son una generación perdida. No le tienen respeto a nada. Se emborrachan hasta matarse".

La pulla contenía un carácter definitorio, porque fue así como la escritora les acuñó esa expresión, "generación perdida", a un grupo de escritores marcados por la Primera Guerra Mundial y la crisis del 29.Adiós a las armas es un ejemplo preciso. Rebosa de aquello que mencionó Stein en su célebre sentencia: guerra, falta de respeto (a cánones religiosos y morales), alcohol y muerte.

Hemingway cuenta allí, tomando como sustancia su paso por la Gran Guerra, la historia de un gringo al servicio del Ejército italiano que resulta herido y, durante su convalecencia, se enlaza en un amor incondicional con la enfermera que lo cuida. En lo formal, uno ve desplegada la técnica de las frases cortas y de los diálogos largos y constantes que lo identifican como narrador, recursos a partir de los cuales también uno termina comprendiendo eso de sugerir en vez de decir. En Hemingway, lo dicho corresponde a acciones más que a digresiones, aunque claro: son acciones que definen las personalidades de los personajes y, en esa medida, terminan elevando su significado a algo más allá de lo meramente físico.

Más allá de la apuesta estilística, la novela se preocupa por dejarle claro al lector que quien escapa de la guerra no está a salvo del horror, ni siquiera si se refugia bajo sus cobijas, lejos de los obuses. La vida en paz, así sea con amor de por medio, también trae sus propias tragedias.


Van las frases:


Sí, yo me había propuesto ir a los Abruzos. No conocía ninguno de estos lugares en los que los caminos están helados y duros como el hierro; donde el frío es seco y la nieve finísma y también seca; donde el rastro de las liebres se puede ver en la nieve; donde los campesinos saludan levantando el sombrero y nos llaman señor, y donde la caza es abundante. En vez de estos lugares, yo solamente conocía el humo de los cafés, las noches en que la cabeza nos da vueltas y es necesario mirar un determinado punto de la pared, fijamente, para no seguir girando; las noches, en la cama, borracho, con la creencia de que no existe nada más que aquello, y la extraña sensación que produce el despertarse y no saber quién está a nuestro lado; y, en la oscuridad, el mundo irreal que nos rodea; esto se repite cada noche, es excitante, y uno lo hace con la convicción de que no existe nada más, nada más, y que todo nos es igual.


Empezaba a notar esta dificultad, tan masculina, de permanecer mucho tiempo con una mujer en los brazos.


En la cantina hablaban mucho y bebí vino porque aquella noche, de no haberlo hecho, no hubiese podido experimentar la impresión de que todos éramos hermanos.


Si nadie atacara, la guerra terminaría.


-Uno piensa, uno lee. No somos campesinos. Somos mecánicos. Pero ni los campesinos son los bastante torpes para creer en la guerra. Todos odian esta guerra.
-Al frente de los países hay gente estúpida que no comprende y no comprenderá nunca nada.
-También se enriquecen con ella.
-No la mayoría -dijo Passini-. Son muy tontos. Lo hacen por nada... por pura estupidez.


No acostumbro amar.


No hay yo. Yo soy tú. No separes tú de mí.


Pronto estarás hasta la coronilla de nuestra felicidad.


Es un buen cura, pero no deja de ser un cura.


Tenía un periódico pero no leía, pues no quería saber nada más de la guerra. Quería olvidar la guerra. Había hecho una paz aparte.


A menudo un hombre tiene la necesidad de estar solo, y una mujer también tiene esta necesidad; y, si se quieren, están celosos de constatar ese sentimiento mutuo; pero puedo decir con toda sinceridad que esto no nos había pasado nunca. Cuando estábamos juntos nos sentíamos solos, pero solos en relación a los demás. Sólo sentí esta impresión una vez, y así es como uno se siente más solo; pero, nosotros dos, nunca nos sentíamos solos, y nunca teníamos miedo estando juntos.


Cuando los individuos se enfrentan con el mundo con tanto valor, el mundo sólo los puede doblegar matándolos. Y, naturalmente, los mata. El mundo quiebra a los individuos, y, en la mayoría, se les forma cal en el lugar de la fractura; pero a los que no quieren dejarse doblegar entonces, a estos, el mundo los mata. Mata indistintamente a los muy buenos y a los muy dulces, y a los muy valientes.


No, la sabiduría de los viejos es un gran error. No es que se vuelvan más sabios, sino más prudentes.