Inevitable la frase de cajón:
todo libro termina siendo, al menos, dos libros. O más, dependiendo de cada
lector. El perfume, de Patrick Süskind, cuenta la historia de Jean Baptiste Grenouille,
hombre contrahecho que nace con la virtud de contar con el olfato más fino del
mundo, que se convierte en asesino por buscar el mejor perfume jamás hecho. De hecho,
el libro lo venden con una frase debajo del título: “Historia de un asesino”. Pero
este libro es más que eso, y fue esto lo que me maravilló, porque se trata de
una hermosa metáfora sobre el artista y su relación con el mundo. En medio de esto
se encuentra la creación artística, como resultado de un ir y venir entre la
soledad, que se torna enfermiza, y el trato con los demás, asfixiante.
Resta decir que la del alemán Süskind
es una prosa de frases largas, pletórica en detalles, que logra efectos a
partir de las descripciones a pesar de que no rechinan los calificativos. Y maneja el suspenso con pericia, por lo que entiendo los constantes comentarios de otros lectores sobre la dificultad para soltar el libro una vez lo comienzan.
Leí que le disgustan las
entrevistas, por lo que poco se conoce de su vida privada. Incluso hay pocas
fotos suyas. Aún está vivo.
Aquí las frases:
Todas estas grotescas
desproporciones entre la riqueza por el
mundo percibido por el olfato y la pobreza del lenguaje hacían dudar al joven
Grenouille del sentido de la lengua y solo se adaptaba a su uso cuando el
contacto con otras personas lo hacía imprescindible.
Su ambición no era amasar
dinero con su arte, ni siquiera pretendía vivir de él, si podía vivir de otra
cosa. Quería exteriorizar lo que llevaba dentro, solo esto, expresar su
interior, que consideraba más maravilloso que todo cuando el mundo podía ofrecer.
Ahora que había comenzado a
alejarse comprendió con claridad Grenouille que aquel denso caldo humano le
había oprimido como aire de tormenta durante dieciocho años. Siempre había
creído que era del mundo en general de lo que tenía que apartarse, pero ahora
veía que no se trataba del mundo, sino de seres humanos. Al parecer, en el
mundo, en el mundo sin hombres, la vida era soportable.
Se sabe de hombres que buscan
la soledad: penitentes, fracasados, santos o profetas que se retiran con
preferencia al desierto, donde viven de langostas y miel silvestre. Muchos habitan
cuevas y ermitas en islas apartadas o –algo más espectacular- se acurrucan en
jaulas montadas sobre estacas que se balancean en el aire, todo ello para estar
más cerca de Dios. Se mortifican y hacen penitencia en su soledad, guiados por
la creencia de llevar una vida agradable a los ojos divinos. O bien esperan
durante meses o años ser agraciados en su aislamiento con una revelación divina
que inmediatamente quieren difundir entre los hombres. Nada de todo esto
concernía a Grenouille, que no pensaba para nada en Dios, no hacía penitencia
ni esperaba ninguna inspiración divina. Se había aislado del mundo para su
propia y única satisfacción, solo a fin de estar cerca de sí mismo. Gozaba de
su propia existencia, libre de toda influencia ajena, y lo encontraba
maravilloso. Yacía en su tumba de rocas como si fuera su propio cadáver,
respirando apenas, con los latidos del corazón reducidos al mínimo y viviendo,
a pesar de ello, de manera tan intensa y desenfrenada como jamás había vivido
en el mundo un libertino.
… en la catedral, donde colgó
sus pingos bajo los bancos el veinticuatro de diciembre y los recogió el
veintiséis, después de exponerlos a los olores de los asistentes a siete misas;
un terrible conglomerado de sudor de culo, sangre de menstruación, corvas
húmedas y manos convulsas, mezclados con el aliento expelido por mil cantantes
de coro y declamadores de avemarías y el humo sofocante del incienso y de la
mirra, había impregnado los trozos de tela; terrible en su concentración
nebulosa, imprecisa y nauseabunda y, no obstante, inequívocamente humano.
Se estremeció. Le asaltó el
deseo de renunciar a sus planes, de perderse en la noche y alejarse de allí. Cruzaría
las montañas nevadas, sin descanso, recorrería cien millas hasta la Auvernia y
allí volvería a rastras a su vieja caverna y dormiría hasta que le sorprendiera
la muerte. Pero no lo hizo. Permaneció sentado y no cedió al deseo, pese a que
era muy fuerte. No cedió a él porque siempre había sentido el deseo de alejarse
de todo y esconderse en una caverna. Ya lo conocía. En cambio, no conocía la
posesión de una fragancia humana, una fragancia tan maravillosa como la de la
muchacha que vivía detrás de la muralla. Y aunque sabía que debería pagar un
precio terriblemente caro por la posesión de aquella fragancia y su pérdida inevitable,
tanto la posesión como la pérdida se le antojaron más apetecibles que la
lapidaria renuncia a ambas. Porque durante toda su vida no había hecho más que
renunciar, pero nunca había poseído y perdido.
… la joven era de una belleza
exquisita. Pertenecía a aquel tipo de mujeres plácidas que parecen hechas de
miel oscura, tersas, dulces y melosas, que con un gesto apacible, un movimiento
de la cabellera, un solo y lento destello de la mirada dominan el espacio y
permanecen tranquilas como en el centro de un ciclón, al parecer ignorantes de
la propia fuerza de atracción, que arrastra hacia ellas de modo irresistible
los anhelos y las almas tanto de hombres como de mujeres.
Y últimamente –lo notaba con
inquietud-, cuando la acompañaba a la cama por la noche o muchas veces por la
mañana, cuando iba a despertarla y ella aún estaba dormida, como colocada allí
por las manos de Dios, y a través del velo de su camisón se adivinaban las
formas de caderas y pechos y del hueco del hombro, codo y axila mórbida, donde
apoyaba el rostro, emanando un aliento cálido y tranquilo… sentía un malestar
en el estómago y un nudo en la garganta y tragaba saliva y ¡Dios era testigo!,
maldecía el hecho de ser el padre de esta mujer y no un extraño, un hombre
cualquiera ante el cual ella estuviera acostada como ahora y quien sin
escrúpulos pudiera yacer a su lado, encima de ella y dentro de ella con toda la
avidez de su deseo.
Ya no le atraía la vida en una
caverna. Había conocido esta experiencia y comprobado que no era factible
vivirla. Como tampoco la otra experiencia, la de la vida entre los hombres. Uno
se asfixiaba tanto en una como en otra.
Lo tenía en la mano. Un poder
mayor que el poder del dinero o el poder del terror o el poder de la muerte; el
insuperable poder de inspirar amor en los seres humanos.
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