lunes, 5 de julio de 2021

Las noches todas, de Tomás González

Esteban Latorre es un profesor universitario jubilado, separado, padre de una hija que vive en el exterior. Lleva ya algún tiempo aislado del mundo en su apartamento en Bogotá y decide aislarse aún más, así que compra una casa en un pueblo de tierra caliente, por el que pasa un río cargado de muertos e inmundicias. Su casa colonial tiene un enorme solar que él desea convertir en un jardín en el que todo luzca como si fuera el azar de la naturaleza y no la mano del hombre quien hubiera intervenido cada rincón del amplio espacio.

El tiempo de Esteban gira en torno al jardín: los árboles, las flores, las piedras, las lajas y, luego, la intervención de Aurora, una mujer muy joven que llega a vivir a la casa en un doble y ambiguo rol de jardinera y compañera. Hay atracción, hay deseo, pero como dice Esteban "No estoy enamorado –a partir de cierta edad uno ya no se enamora".

El jardín como metáfora de la vida es lo que presenta Tomás González en esta novela dividida en capítulos cortos en los que la acción se concentra en pocos personajes y un espacio muy delimitado (el jardín) para evidenciar cómo el azar, el caos, la imprevisión, son consustanciales a la vida. 


Los Caballitos del Diablo, Verdor y La Historia de Horacio son otros títulos de Tomás González en los que el reino vegetal es protagonista. En Las noches todas aparece la sabiduría de la vejez, capaz de apreciar la belleza de lo simple y también la lentitud que entraña la vegetación: los tiempos desacelerados que exige esperar para ver crecer un árbol o para disfrutar una flor. 

Algunas frases

Con el pasar de días y meses que se hicieron casi idénticos los unos a los otros se me fue agotando la alegría inicial por la jubilación y el silencio, y empecé a aburrirme (p. 10).

El motor, les decía a mis estudiantes, la amplificación del sonido y la expansión urbana son tres grandes males que han venido deteriorando a fondo la calidad de vida de la especie humana desde hace más o menos ciento cincuenta años y que bien podrían ser la causa de su extinción (p. 12). 

Buscaba crear un lugar de mucha belleza, eso era todo, y ese impulso no tiene explicación (p. 38). 

El inevitable malgenio que producen los aguafiestas (p. 49). 

Se trataba de una de esas personas cuya alma, según mi amiga Lucía, tendía a ponerse amarilla como el papel guardado, por falta de contacto con el mundo, por falta de uso (p. 58).

Para mí no había existido contacto más intenso con el mundo, y de eso mi exmujer fue protagonista y testigo, ni un uso más exigente de mi alma, que ese temor, ese dulzor ese terror del amor, superado solamente –y ni siquiera hay que morirse para saberlo, pues el miedo ya es la prueba– por el tremendo contacto con la realidad, primero, y después con la falta de realidad que seguramente se produce en el instante de la muerte (p. 59). 

La vida me ha cobrado siempre, sin falta y con intereses, todos mis pecados de orgullo (p. 71). 

El malhumor y el insomnio venían ya alimentándose el uno del otro y se agravaron por la neuralgia (p. 75). 

Acabaría por hastiarme por segunda vez en la vida con aquella especie de representación teatral que eran las clases, aquella puesta en escena en la que había participado ya durante demasiados años (p. 83). 

Los discursos políticos, incluidos aquellos con los que estoy de acuerdo, me producen narcolepsia (p. 94). 

Mi ambición ahora, también exagerada, poco razonable, poco cuerda, era que las personas que recorrieran el jardín sintieran con toda claridad, o mejor, vieran, que la vegetación terminaría por alcanzar en aquel lugar, con el paso de los siglos, la destrucción completa de todo trazo humano y el regreso a la selva prístina, oscura, indivisible, original (p. 103). 

Y se me ocurre ahora que en el origen de todas las catástrofes está el hecho mismo de que haya mundo y no esté todo vacío y en paz (p. 111). 

Para mi gusto los humanos alcanzan toda su belleza física por allá por los treinta y cinco, cuarenta años de edad, cuando logran la máxima serenidad y el máximo vigor sin que la piel haya comenzado a arrugarse ni los dientes a ponerse amarillos (p. 122). 

Vivían en distintas ciudades, fincas y pueblos, pero con los teléfonos celulares la familia se desplazaba toda junta por la vida y por la muerte, como en un trasatlántico (p. 125). 

Al no tener vanidades literarias, en las transcripciones no había enredos que distrajeran al lector, y aquello que se quería transmitir aparecía en un grado alto de limpieza, sin las vueltas que algún escritor ambiciosillo o el mismo Misael habrían podido agregarle (p. 125). 

Tuteaba con paternalismo a las personas de clase social más baja, como los médicos al resto de la humanidad (p. 134). 

También nos elogió por haber acabado con los rincones desabridos. Eso era lo que él más temía, en materia de jardines y en todo lo demás de la vida (p. 137). 

Al estar las personas tan viejas y tan cerca de la muerte, pensaba yo, empezaban a dejar de ser ellas mismas; la pérdida de las ambiciones, primero, y de la memoria, después, iban borrando las culpas por las que habrían debido responder, y es así, supongo, como también yo iré regresando a la segunda infancia, y a través de ella, a la inocencia, que se volverá absoluta con la muerte (p. 154). 

Se me ocurrió, como muchas otras veces y como a muchas otras personas, que me habría gustado ser gavilán o gallinazo y dedicarme a volar sobre el planeta, mirando para abajo sin codicia hasta ver aparecer buenamente algún perro o algún ternero muerto (p. 162).

Muere entonces de un infarto fulminante la segunda de mis hermanas y tras ella empieza a morirse la gente por todas partes como granos de maíz pira reventando en una olla (...) Es el comienzo del despoblamiento de mi mundo (p. 171). 

No estoy enamorado –a partir de cierta edad uno ya no se enamora, (p. 174). 

había decidido que al único entierro que asistiría a partir de ese momento sería al mío propio. Ojalá no tarde demasiado, pues la vida empieza a hacerse muy larga y duele cada vez más. Yo debería aprender a fumar y dejar de hacer yoga, pues al fin y al cabo nadie se muere de insomnio ni de quedarse mueco, y qué hago yo todo mueco, y todo desvelado y todo sano gracias al yoga (p. 187). 

Existía para mí la posibilidad de durar muchos años todavía, pensaba yo. En tal caso leería otra vez los libros de Dostoievski, de Conrad, de Balzac, de García Márquez, de Rulfo, que iban ya para la tercera ronda (...) Estarían además para la tercera ronda, Dumas, Faulkner, Defoe (p. 188). 

Mucha es la actividad que se puede adelantar y sobre todo observar con sólo una caja y mucho lo que se puede leer en las hamacas. La vida sin emprender nada es la muerte (p. 201).

Pequeños o grandes, los jardines son siempre infinitos y por eso decidí no medir ni un centímetro cuadrado o lineal más en la vida (p. 207). 

Pero años no es lo que hay. Mientras menos van quedando mayor es mi admiración por haber tenido uñas, pestañas, rótulas (p. 210).



Las noches todas
Tomás González
Seix Barral
Bogotá
Noviembre de 2018
210 páginas

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