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domingo, 8 de septiembre de 2024

Manu, de Octavio Escobar Giraldo

No tengo claro a partir de cuántos libros publicados se puede empezar a decir que un autor es un escritor prolífico pero creo que Octavio Escobar Giraldo ya lo es. En este espacio he comentado más de 10 títulos suyos, entre novelas, poemarios y libros de cuentos. 

"Manu", su último libro, es el cuarto que dedica al público infantil y juvenil, después de Las láminas más difíciles del álbum, El mapa de Sara y El viaje del príncipe, aunque también al menos la mitad de los cuentos de El color del agua podría caber en esa categoría de "literatura infantil y juvenil", que siempre resulta tan problemática. ¿Qué es un libro infantil? Tener como protagonista a un niño o adolescente no necesariamente lo define, porque dudo que alguien considere El diario de Ana Frank como un libro infantil. ¿Es el tema? ¿Es el tono? La categoría de "literatura infantil" apela a un lector de nicho, limitado a un rango de edad, pero yo misma publiqué el año pasado "Sakas", un libro que se supone que también va para ese público, y en las dedicatorias que firmé escribí algunas veces que el libro es para el niño interior que habita en cada lector, independiente de la edad biológica que revele la cédula.

Mi niña interior viajó con "Manu" a través de los túneles que conectan a todas las ciudades del mundo y que salen de las piscinas de pelotas que hay en los centros comerciales. Comprendió perfectamente la explicación según la cual los cordones de los zapatos se desamarran porque en realidad son lombrices juguetonas, y admiró los atardeceres anaranjados que se disfrutan desde Manizales, con el Cerro Tatamá como límite visual.

"Manu" tiene todas las características que se esperan de un buen libro infantil: es alegre, juguetón, se lee con agilidad, su protagonista despierta simpatía y además el libro se complementa con ilustraciones hermosas, de Elizabeth Builes, que le ponen cuerpo a lo que Octavio Escobar narra.

Pero además de mi niña interior, me acerqué a la lectura de "Manu" como la adulta que soy y sabiendo que Octavio Escobar Giraldo es un escritor al que le gusta el juego y la experimentación en sus textos. Lo que encontré fue una primera capa de lectura que presenta a un personaje juguetón y fantasioso, pero, en otra capa, encontré un libro acerca de lo que no se narra. Es decir: normalmente a los escritores les preguntan "de qué se trata tu libro", o "de qué va tu novela". En este caso pareciera que Octavio Escobar se preguntó eso pero, al mismo tiempo, se preguntó también de qué no va a hablar. De identificar cuáles son los elementos claves que no se mencionan, que se le esconden al lector y que es éste el que debe aceptar sumergirse en la lectura, sin datos esenciales. 

¿Manu es Manuel o Manuela? ¿Cuántos años tiene? ¿Cómo llegó a la familia en la que vive? ¿Cuáles son los detalles de lo que ocurrió con sus padres? Las respuestas, que son claves para adentrarse en este texto, están escondidas en un túnel que sale de una piscina de pelotas de color lapislázuli.


Algunos subrayados 
Manu me explica que algunas piscinas de pelotas se comunican por túneles que recorren el mundo, y que por eso conoce Ciudad de México y Lima (p. 9).

Cuando Manu me pide que le amarre los zapatos, me insiste en que lo haga con mucho cuidado, con suavidad, porque los cordones son gusanitos que a veces hacen fiesta y se desamarran de la emoción (p. 61).

--¿Y qué es un omnívoro?
--Que come de todo --respondió mamá--. Como papá (p. 89).

las nubes se estaban coloreando de rojo y anaranjado y al fondo se veía el relieve del cerro Tatamá, que es una reserva natural que mamá y papá visitaron muchas veces y a donde llevan a los turistas. Me alegro cuando lo veo desde la ventana de nuestra habitación (p. 100).

Creo que Manu piensa lo mismo que mamá, que los libros nunca terminan (p. 110).




Manu
Octavio Escobar Giraldo
Ilustraciones de Elizabeth Builes
Editorial Planeta
Agosto de 2024
Bogotá
128 páginas

lunes, 26 de febrero de 2024

Cien cuyes, de Gustavo Rodríguez

Cien cuyes es una novela sobre la vejez, la muerte, el deseo de morir y también el de vivir. Ocurre en Lima en la época contemporánea, pero hay capítulos al estilo "road movie" que nos llevan a la playa y también al norte del país. 

Eufrasia Vela es una mujer que trabaja cuidando ancianos. Les ayuda a lidiar con las angustias propias de la edad y la cercanía de la muerte pero, en cambio, poco sabemos de las angustias de Eufrasia y de los cuidados que necesita. Así, entre casas habitadas por viejos en soledad, y un ancianato en el que la única compañía son los otros viejos, Eufrasia es una especie de ángel lleno de alegría y vitalidad, de cariño y cuidado. Es, también, la mujer que amorosamente ayuda a morir a estos viejos, y ese dilema, el de la eutanasia y la muerte digna, aparece en esta novela con naturalidad y calidez, sin asomo de prejuicios o de juicios moralizantes. Las cosas se hacen porque hay que hacerlas, porque es bueno hacerlas, y no hay demasiadas preguntas para hacerse alrededor de su conveniencia.

Cien cuyes ganó el Premio Alfaguara 2023 y en realidad no sé si mereciera este galardón. Hay subtramas que emergen sin suficiente construcción narrativa, y otras que, después de mucha tensión, se disuelven de manera mágica. En ese sentido creo que hay debilidades en la verosimilitud de la historia. No obstante, es claro que la novela presenta un retrato de Lima y de las exclusiones peruanas, y aborda con sensibilidad la soledad de la vejez contemporánea en las grandes ciudades.


Algunos subrayados
a cierta edad hay heridas que ya no dependen del calcio ni del resto de la tabla periódica (p. 13).

Pasado cierto límite, que, según la persona, varía desde el digno uso de un bastón hasta la orpobiosa limpieza del culo, sobreviene el terror (p. 13).

esa era una de las características de envejecer: no saber nunca si se acaba de hacer algo por última vez (p. 22).

La gran tragedia de doña Carmen radicaba en que tenía un cuerpo muy deteriorado, pero una mente afinada (p. 35). 

Llega una edad en que la felicidad consiste en que nada te duela demasiado (p. 37). 

La felicidad es eso que hoy das por descontado (p. 40). 

Aquí los hijos de ingleses y de gringos siempre han valido más que los hijos de cualquiera (p. 47). 

ser el único receptáculo del dolor de otro ser humano implicaba pagar un alto precio emocional (p. 60). 

No era, como su progenitora solía decir, que la ociosidad fuera la madre de todos los vicios, sino que era la puerta abierta a todos los pensamientos (p. 63). 

Deberíamos hablar de la muerte con la misma naturalidad con la que hablamos del nacimiento. ¿Te has dado cuenta de cómo nos inventamos maneras de no nombrarla? "Fulano ya no está con nosotros". "Pasó a otro plano". "Trascendió". "Ahora duerme el sueño de los justos". ¡Murió, carajo!. (P. 92).

los viejos se parecen a los infantes no solo en la indefensión física, sino también en que necesitan de adultos activos que peleen por sus derechos (p. 99). 

se sintió estúpido, como en cada velorio en que se había visto en el trance de rendirle respetos a un muerto. En rigor, pensaba, no se trataba más que de materia orgánica en proceso de descomposición, pero la gente les añadía a esos restos historias atadas a sus emociones (p. 112). 

las clases sociales también heredan códigos materializados en objetos (p. 115).

a los muertos hay que agasajarlos cuando aún respiran. Faltaba más (p. 115). 

los niños que no ven muertos a sus seres queridos, luego desarrollan síntomas (p. 118). 

la palabra "elegancia"; una noción difícil de definir, pero reconocible apenas es vista, porque la elegancia es como el poder: quien se esfuerza en decir que la tiene, es porque no la tiene (p. 122).

Quizá envejecer fuera eso, pensó, que cada porción de tiempo por afrontar se convirtiera en una fracción cada vez menor de lo vivido (p. 131).

La mayoría de las personas no tenía tiempo para pensar, debían trabajar y trabajar, y por eso pocos filósofos salían de entre los pobres (p. 132).

Islas de progresismo en las que se hablaba combativamente de feminismo y equidad, hasta que llegaba el momento de servir el café o de partir la torta de cumpleaños: los varones se dejaban llevar por la inercia que había gobernado sus historias y las mujeres presentes se colocaban el delantal simbólico (p. 146). 

cuando una mente muere, también muere un mundo en el universo (p. 155).

a las personas, incluso las más queridas, se las va olvidando en la medida que nos son menos útiles (p. 223). 



Cien cuyes
Gustavo Rodríguez
Editorial Alfaguara 
Marzo de 2023
Bogotá
264 páginas

martes, 1 de mayo de 2018

No soy tu cholo, de Marco Avilés

El cholo es un término que usan los peruanos pero que puede tener sinónimos o equivalentes en Colombia. Cholo es un insulto: sirve para rotular al que no es blanco, al que no es rico, al que se ve, por su raza, más aindiado, más mestizo, más moreno, y, por ese motivo, se sospecha entonces menos educado, menos capaz, menos digno.

No soy tu cholo plantea a partir de situaciones totalmente cotidianas, como las entrevistas en radio, el ingreso a las discotecas o las playas privadas, la exclusión de nuestras sociedades por razón de la raza, aunque no es sólo el color de la piel: si eres cholo pero tienes plata entonces no eres tan cholo. Ser cholo es ser pobre, es no tener el dinero suficiente para comprar un apartamento o un estatus social que te quite la condición de cholo.

Marco Avilés no echa cantaleta, no hace un ensayo retórico sobre los problemas del racismo en el Siglo XXI o las injusticias que implica suponer que hay razas o clases superiores y otras excluidas. Su función no es la del sociólogo que teoriza sino la del cronista que muestra: Avilés hace evidente y visible lo que está a los ojos de todos pero a fuerza de cotidianidad ha dejado de indignar. Su técnica narrativa es el testimonio y con ello gana en fuerza e intensidad.

Cuando Avilés describe que Lima ha construido un muro para privatizar las playas resulta imposible no pensar en Cartagena o en Santa Marta, en la zona de Pozos Colorados, Gaira y El Rodadero. Cuando Avilés señala que los conjuntos cerrados se edifican en zonas que eran parques públicos inmediatamente se piensa en los megaproyectos urbanos que se han construido a costa de desplazamiento interno de antiguos habitantes de barrios tradicionales que súbitamente se vuelven de interés para los constructores. Cuando Avilés habla de Perú resulta imposible no pensar en Colombia. Y ese es quizás el principal mérito de este breve libro: constatar que en pleno Siglo XXI, nuestros países, profundamente mestizos, siguen soñando con el blanqueamiento del que se hablaba hace ya cien años.

Algunas frases:
Las palabras son seres más duraderos. Se heredan. Pasan de generación en generación y le dan forma a lo que somos.

Cumplir el sabio consejo del maestro Ray Bradbury: escribe al menos mil palabras cada día.

Por definición, los racistas son incapaces de advertir su propia suciedad.

La lucha contra el machismo no es una batalla de las mujeres contra una sociedad que las maltrata. Es una batalla de todos contra esa misma sociedad taimada, cortesana y calzonuda que así como las oprime a ellas también lo hace con los cholos, con los campesinos, con los homosexuales. El monstruo al que nos enfrentamos es el mismo.

Los limeños somos invasores de nuestro propio espacio común. Forasteros permanentes.

Lima es una ciudad de posguerra.

El muro de Lima es una obra digna de estudio psicológico (...) el muro de Lima tiene un aspecto útil. Es la arquitectura del innegable racismo que divide el país.

Asisten a una universidad privada, de esas que tienen espíritu de centro comercial: los baños tienen aromatizador, pero las bibliotecas carecen de libros. En ese modelo educativo, los estudiantes reciben trato de clientes.

Es la eterna disyuntiva de los cholos. Si no vienen a Lima, no existen.

O sea, los cholos jamás podremos soñar con ser cholos.

Es el efecto de la piel blanca. Te otorga el privilegio de la neutralidad.

La pobreza, la de ellos y la mía, es un idioma común.

El cholo cholea no porque no se siente cholo, sino porque intenta jugar como blanco.

La raza no solo se "mejora" teniendo hijos con alguien de piel más clara, sino acumulando más dinero, pasando por una universidad costosa, mudándote a otro barrio, podando las ramas de tu árbol genealógico, cortando tus raíces, olvidándote de dónde vienes.

El racismo es un demonio familiar. Vive con nosotros, se sienta en nuestra mesa, se echa en nuestra cama, nos susurra al oído.

Todo periodista es un turista que cree conocer las miserias del mundo porque las ha visto o caminando entre ellas. Esta profesión te vende esa ilusión. Pero hay un nivel de la pobreza que solo se conoce siendo pobre.

Según esa mentalidad rancia, el pobre no tiene derecho a hablar de su pobreza ni a protestar para que lo escuchen.

inmigrante... esa palabra se usa en un solo sentido: para señalar a los que nos movemos desde el sur hacia el norte. Es decir, para etiquetar a los latinos, a los africanos, a los asiáticos y a todos los que venimos a vivir y a trabajar a los llamados países desarrollados. 

El limeño es bien acogedor con el inmigrante. Con el inmigrante extranjero, quiero decir. Con los que venimos de provincias la historia es más jodida.

Cuando eres pobre la carrera que eliges no siempre es una expresión directa de tu talento o de lo que quieres ser en el futuro, sino la ruta que emprendes para salir de la pobreza.

¿Es tan difícil notar el privilegio cuando tú eres el privilegiado?


No soy tu cholo
Marco Avilés
Editorial Debate
Perú
Agosto de 2017
59 páginas

lunes, 5 de junio de 2017

Contarlo todo, de Jeremías Gamboa


Jeremías Gamboa es un escritor peruano que dejó el periodismo para dedicarse a la literatura. En 2013 publicó su primera novela, titulada "Contarlo todo", una obra que narra la historia de Gabriel Lisboa, periodista peruano que abandona su oficio para dedicarse a escribir un libro titulado "El día de contarlo todo". Así de autobiográfica es esta historia: una novela real con nombres cambiados.

Gabriel Lisboa es un muchacho de bajos recursos que vive con unos tíos en el populoso barrio Santa Anita, de Lima. Con esfuerzo estudia en una universidad privada, se gradúa, trabaja en medios de comunicación y de pronto decide abandonar su carrera exitosa para dedicarse a escribir. Jeremías Gamboa nos narra la historia de Gabriel con todos los detalles. Su misión es "Contarlo todo": Las novias de Gabriel, sus inseguridades, sus amigos, las dificultades económicas, el sexo, las lecturas, la ropa que usa, la música que oye, el paisaje de su barrio. Lo cuenta todo en una narración hiperreal de 500 páginas en las que el lector se adentra en los pensamientos y temores de Gabriel, y de su mano en la ciudad de Lima de los años 90 y comienzos de 2000, en las salas de redacción, en las conversaciones absurdas con sus amigos. 

Se trata de una vida común y corriente. Tan común, tan corriente, tan ordinaria, que habrá quien piense que de las 500 páginas del libro sobran 400 porque en muchos capítulos la acción es apenas la vida cotidiana: Gabriel en el trabajo, con novia nueva, en la universidad, trotando por las mañanas, intentando superar el bloqueo de la página en blanco. A los lectores que buscan grandes acciones, aventuras, viajes o suspenso, más les vale cambiar de página. En este libro no hay homicidios ni suicidios; no hay accidentes súbitos ni grandes tragedias, distintas a la tragedia que a veces significa llegar al final del día o al final del mes. 


La belleza del libro está en la narración detallada y amorosa de la vida común, con la que se puede identificar fácilmente cualquier lector de clase media latinoamericano. Es una novela juvenil que comienza con Gabriel universitario y termina con el protagonista de 28 años. Un personaje que se transforma a medida que el libro avanza, y que desnuda defectos y debilidades del protagonista, alter ego del escritor: las inseguridades sobre la calidad de su obra, que son explícitas, pero también otras menos evidentes pero igualmente visibles, como cierto machismo y algo de resentimiento social. 

La novela es también un texto sobre la dificultad de escribir una novela: la falta de tiempo, de inspiración, de tema; la dificultad para encontrar una voz, un tono, y la pregunta sobre si vale la pena el esfuerzo. Finalmente Gabriel logra escribir su libro, que es el de Jeremías Gamboa, un autor que contó con la bendición de Mario Vargas Llosa y Carmen Balcells para el lanzamiento de esta primera obra en la que cuenta toda su vida. Habrá que esperar si después de contarlo todo, le queda algo por decir en otro libro. Algo que valga la pena. 

Algunas frases:
Quizás se trate simplemente de eso, de que he aprendido finalmente que la cosa es hacer y no juzgarme. Eso es. De vencerme escribiendo. Y basta. 

-Usa puntos para separar ideas. Si tienes ideas, estas se separan por puntos. Una idea, un punto. Los textos, todos los textos, son cadenas de ideas. Por eso están separados por puntos. Tienes las ideas. Debes separarlas por puntos. Siempre.
-No adjetives; eso es de señoritas relamidas y de poetas. Sin adjetivos. Con ellos perdemos seriedad.
-Si tienes ideas sólidas, tus textos serán breves. Textos larguísimos casi siempre denotan falta de ideas. 

Escribo sobre esos primeros años en la universidad y me doy cuenta de que fue en ellos también cuando por primera vez empecé a leer literatura. No se bien por qué comencé a hacerlo. En cierto momento, quizás, pensé que me ayudaría a suplirlas desventajas de lenguaje que notaba ante algunos profesores y ciertos alumnos de la universidad, pero ahora creo que en el fondo lo hice por una irremediable sensación de soledad y cierto desasosiego.

Siempre puede haber un poeta de verdad escondido detrás de cualquier puerta. Los buenos escritores nunca se hacen notar.

Ferrero me enseñó algunos de los aspectos del lenguaje que yo aún desconocía o de los que todavía no tenía plena conciencia, y que con el tiempo me convertirían en un editor: la inutilidad de los gerundios y los conectores lógicos, el abuso de las frases subordinadas, el tipo de palabra que evidenciaba pobreza léxica y la total necesidad de encontrar el término más justo para aquella idea que deseábamos compartir con los lectores.

Para tener los temas más diversos y novedosos en una revista era indispensable reclutar seres excéntricos y balas perdidas lo suficientemente freaks como para ver el mundo desde perspectivas fuera de lo común. 

Porque ella, la vida, como un manuscrito en proceso podía reescribirse. Y entonces yo tendría la posibilidad de reformular ciertas frases y suprimir otras, buscar nuevos personajes y quedarme con los que me gustara. 

No tenía la más puta idea de cómo yo me podía enseñar a mi mismo a escribir lo mío si precisamente era yo quien ignoraba todo. 

Encendía la máquina religiosamente y me sentaba frente a su pantalla, pero la verdad es que hacía cualquier cosa menos escribir: miraba el documento abierto como un autista, pensaba en cosas absurdas, esperaba el mínimo estímulo para encontrar una excusa y abandonar la silla y así alejarme de la comprobación diaria de mi ineptitud. Supongo que esperaba demasiado de mí, y que ahí radicaba la base de todo el problema, pero por esos días no tenía la menor capacidad de darme cuenta. 

El escritor de verdad -así lo pensé- debía estar haciendo eso siempre, atravesar esa parte trabajosa que para el tablista era salir al frío de la playa de mañana, preparar su tabla y su ropa, calentar y meterse al mar aun cuando las olas se vieran pésimas y lo más probable es que saliera decepcionado de ellas. ¿Tendría recompensa estar braceando obstinadamente en el agua? La tendría cuando viniera la ola perfecta y uno no estuviera en otro lugar que frente a ella, dentro del mar, y supiera tomarla en el tiempo correcto para después mantenerse encima de la tabla. Los libros que a mí me encantaban habrían sido escritos por hombres así, que habían permanecido sentados ante una máquina de escribir o frente al papel a la espera paciente de la ola interior aun cuando no ocurriera nada. Escribir era eso.

sus esfuerzos debían dirigirse por completo al logro de una frase que no fuera bonita ni sonora sino "auténtica", una que contuviera realmente una verdad. Aunque se preguntaba cómo diablos definir la "verdad".

le empezaría a hablar a su amigo de armas imperceptibles guardadas en los cajones de las casas, de heridas que la gente que se quiere de veras se propina sin intención y control alguno, de la erosión del tiempo que de pronto detiene las cosas o las congela. 


Contarlo todo
Jeremías Gamboa
Editorial Mondadori
Barcelona
2013
507 páginas