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martes, 25 de abril de 2017

El fin del "Homo sovieticus", de Svetlana Aleksiévich


Se cumple este año un siglo de la Revolución Rusa de octubre de 1917, de la muerte del zar Nicolás II y su familia, y de la llegada de Lenin al poder.

Hace un siglo el comunismo se volvió una política de estado en Rusia, y pocos años más tarde se extendería por el territorio que durante décadas se conoció como la URSS. Un imperio que ganó la II Guerra Mundial, que retó a Estados Unidos y que diseminó la semilla del comunismo en los países de la Cortina de Hierro, pero también en Latinoamérica, África y Asia. El fin del "Homo sovieticus", de la premio Nobel de Literatura bielorrusa Svetlana Aleksiévich se ocupa del fin de esa historia: de la sustitución del comunismo por el capitalismo a partir de la Perestroika de Gorbachov, a finales de los 80 y comienzos de los 90.

Desde occidente el fin de la URSS se recibió con alborozo: acabó la Guerra Fría, terminó la amenaza latente de una tercera guerra mundial y para muchos ciudadanos de "el resto del mundo", el desmonte del régimen comunista significó una especie de liberación de ciudadanos que sufrieron todo tipo de violaciones a los derechos humanos, desde las purgas estalinistas anteriores a la II Guerra Mundial hasta las detenciones masivas y los trabajos forzados en los gulags en Siberia, narrados por Aleksandr Solzhenitsyn, así como restricciones a derechos fundamentales como la movilidad y la expresión, denunciados por los premios Nobel  Boris Pasternak (literatura) y Andréi Sájarov (Paz). 

Sin embargo esa es apenas una versión de los hechos, real pero incompleta. Svetlana Aleksiévich usa la entrevista periodística como recurso para recoger las voces de centenares de personas, a lo largo y ancho de la geografía de la URSS, para narrar desde sus propias vidas lo que significó para cada cual el fin del comunismo en su país. Y la conclusión es que hay tantas lecturas posibles como ciudadanos soviéticos.

El método y la estructura son muy similares a Voces de Chernóbil, el libro coral en el que múltiples voces cuentan lo que significó el accidente nuclear ocurrido en 1996. El interés de Alexsiévich por las voces de gente del común queda explícito desde las primeras páginas: "Siempre me ha atraído ese espacio minúsculo, el espacio que ocupa un solo ser humano, uno solo... Porque, en verdad, es ahí donde ocurre todo". Y agrega: "Nunca deja de sorprenderme lo apasionante que puede ser una vida humana cualquiera. O la infinidad de verdades que esgrimen los hombres, cada uno la suya. A la historia sólo parecen preocuparle los hechos, las emociones quedan siempre marginadas, no se les suele dar cabida en la historia. Pero yo observo el mundo con ojos de escritora, no de historiadora. Y siento una gran fascinación por el ser humano...".

Durante más de 70 años los soviéticos aprendieron a despreciar el dinero y el libre mercado. Sufrían restricciones y escasez pero al mismo tiempo tenían acceso a educación superior de calidad y a pensiones. El libro narra el drama de personas que confiaron en el comunismo, esperaban si acaso un comunismo con "rostro humano", con menos violencia y sangre, pero la transición al capitalismo los dejó en la miseria, con un desempleo rampante y el surgimiento de una nueva clase hábil para los negocios y el dinero fácil. 

Aleksiévich narra paradojas como las de las ex repúblicas soviéticas, que siempre vieron a Moscú como su capital y ahora la ven como su enemigo porque sus países están en guerra con los rusos; la añoranza que las generaciones más jóvenes tienen hoy de Stalin, a quien ven como el héroe de un imperio que le ganó a los nazis, y no como un dictador opresor; la lealtad a toda prueba hacia el comunismo de varias generaciones de rusos que salían de la cárcel para seguir sirviéndole a Stalin o al Partido Comunista con convicción; la enorme distancia que hay entre Moscú y las comunidades rurales de Rusia; la nostalgia que les produce haber dejado de ser un imperio militar; la delincuencia que se tomó las calles rusas luego del fin del hipercontrol estatal soviético y la cantidad de suicidios ocurridos en los años de la transición al capitalismo.

El fin del "Homo" Sovieticus es un libro duro, magistralmente escrito, útil para repasar la historia rusa del Siglo XX y para constatar que la realidad tiene mucho más que dos caras. La historia está llena de matices.


Algunas frases
"Muchos vieron en la verdad a un enemigo. Lo mismo que hicieron después con la libertad".

"Para nosotros, el descubrimiento del dinero fue como la deflagración de una bomba atómica".

"la gente de a pie no vive preocupada por la historia. Sus vidas son mucho más elementales: enamorarse, casarse, ver crecer a sus hijos... Levantar una casa".

"Ahora los poetas han cedido su sitio en las tribunas a los magos y los videntes".

"Dar libertad a los rusos es como proporcionar anteojos a una comadreja. Nadie sabe qué hacer con ella..."

"Nos hemos convertido en un país del tercer mundo. ¿Dónde están ahora los que animaban a Yeltsin? Creían que vivirían como los estadounidenses y los alemanes, pero ahora vivimos como los colombianos. Somos los perdedores... Hemos perdido el país".

"Dicen los libros que la Rusia zarista se desvaneció en tres días. otro tanto le sucedió a la Rusia comunista. Dos días bastaron..."

"Yo soy atea, pero si no lo fuera tendría muchas preguntas que hacerle a Dios..."

"hace mal en confiar tanto en el hombre, en la verdad que pueda comunicarle un hombre... La historia recoge la vida de las ideas. Y no son los hombres quienes la escriben, sino el tiempo. Las verdades que manejan los hombres son como esos clavos en los que cualquiera puede colgar un sombrero".

"¿Sabe qué anhelábamos realmente? Un socialismo light, un socialismo con rostro humano... ¿Y qué es lo que tenemos ahora? El capitalismo salvaje".

"El comunismo es como la ley seca: una buena idea que no funciona".

"Uno puede vivir de la limosna de los recuerdos".

"En las guerras no hay héroes... Nadie que empuñe un arma puede comportarse con nobleza. Jamás. Es imposible".

"Las palabras guerra y cárcel son las piedras angulares de la lengua rusa. ¡Ay, Rusia! Ninguna mujer rusa ha podido vivir jamás junto a un hombre normal".

"El amor es un trabajo pesado. Sí, yo concibo el amor, sobre todo, como un trabajo".

"Porque en mi infancia estuve rodeado de mucho amor", decía. Eso es lo que nos salva, la cantidad de amor recibido, ésa es la reserva que nos hace resistentes".

"Y descubrí que una mujer puede ir por el mundo contando las humillaciones que ha padecido, pero un hombre jamás se puede permitir tal cosa".

"Las víctimas son las que cuentan sus historias, las que quedan aquí para hablar, pero los verdugos... Los verdugos callan. Escurren el bulto, se meten en un agujero... Los verdugos carecen de nombre propio y apellidos, de voz. Los verdugos no dejan huellas. No sabemos nada de ellos".

"La soledad es la libertad... Cada día me felicito de la libertad de la que disfruto".

"Mi madre me dio un consejo muy útil hace tiempo: "ningún hombre ha superado jamás la edad de catorce años".


El fin del "Homo sovieticus"
Svetlana Aleksiévich
Traducción de Jorge Ferrer
Editorial Acantilado
Edición original 2013
643 páginas

domingo, 10 de enero de 2016

Voces de Chernóbil, crónica del futuro, de Svetlana Alexievich

A veces el Premio Nobel de literatura se lo gana un autor conocido como Vargas Llosa y entonces uno siente que quedó entre la familia. Otras veces, en cambio, la tómbola cae en un autor de nombre impronunciable, de un país que no se ubica automáticamente en el mapa. Es entonces la oportunidad de conocer y ampliar el espectro.

Svetlana Alexievich es una periodista bielorrusa que estudió en Minsk y trabajó como reportera en distintos medios de comunicación, hasta que se dedicó a escribir reportajes de largo aliento. 

El anuncio de su nombre como ganadora del Premio Nobel de Literatura en octubre 2015, una reivindicación a las posibilidades literarias del periodismo escrito, cogió desprevenidos a los editores y libreros hispanoamericanos, ya que aunque entre 1985 y 2015 Alexievich publicó al menos seis libros de ensayo y reportaje, en ese momento sólo 2 habían sido traducidos al español y sólo Voces de Chernóbil estaba disponible en Colombia. El otro, La guerra no tiene rostro de mujer, fue importado en pequeñas cantidades después del anuncio del premio y aún no se consigue por fuera de las grandes ciudades.

Voces de Chernóbil parece un coro griego. Así como en las tragedias de Esquilo, Sófocles y Eurípides hay unos protagonistas acompañados de un coro polifónico que interviene para encadenar hechos, anunciar desgracias o lamentar desastres, así en Voces de Chernóbil aparecen múltiples voces individuales que narran su desgracia y que en conjunto construyen un coro que da voz y forma a un desastre que no fue un accidente sino un crimen de Estado en tiempos de Gorbachov. 

La historia que nos ha llegado a quienes vivimos al otro lado del planeta dice que el 26 de abril de 1986 explotó un reactor atómico en Chernóbil, Ucrania, en la frontera con Bielorrusia. Producto de ese accidente y la nube radioactiva que generó, y que sólo fue alertada días después por Suecia, en los meses y años siguientes la población de la zona nació con malformaciones y fue más propensa al cáncer. Leer a Alexievich es conocer el drama por dentro: Las mentiras de la prensa soviética, la falta de protección de bomberos, soldados, campesinos; la desinformación a las personas afectadas; la corrupción con las donaciones, el duelo de las viudas, la tristeza eterna de los padres que entierran hijos y nietos por leucemia y cáncer de tiroides.

Acertadamente el libro tiene como subtítulo "Crónica del futuro". Se trata de una crónica sobre una amenaza nueva para la humanidad. No es una guerra pero la guerra es lo más parecido que hay para describir los estragos causados. Es una crónica del futuro por la incertidumbre que genera la tragedia, por las preguntas que provoca: niños que saben que morirán pronto, niñas que temen engendrar monstruos, el miedo de esperar la muerte. Pero también porque en medio de la rabia contra el poder hay nuevas formas para la alegría, el amor y la familia.

Más allá del contenido de la historia, para los periodistas es particularmente interesante la forma del relato. La autora hace numerosas entrevistas y decide escribir monólogos. No son diálogos ni perfiles. No sabemos casi nada de la apariencia física de los entrevistados, ni muchos detalles sobre sus viviendas u oficinas o su atuendo. Tampoco sabemos qué preguntas les hace. Sólo conocemos sus voces, algunas ilustradas, ordinarias, algunas rabiosas, muchas resignadas. En un pueblo soviético, acostumbrado al ateísmo estatal, llama la atención la necesidad de tantos por aferrarse a la religión como única explicación o consuelo para tanta desgracia.

Su estilo es efectivo, atrapa desde las primeras páginas. Tiene la fuerza que los lectores colombianos ya conocemos en la obra de Alfredo Molano Bravo. Los testimonios de Molano tienen más de una similitud con los de esta nueva Premio Nobel.

Algunas frases:
Él la lanza por el aire hacia el techo y los dos ríen. Y yo los miro y pienso: qué sencillo es ser feliz. Tan sencillo...

Quería ser como todos los demás. No hay que tenerme lástima. Hubo un tiempo en que fui feliz. 

Yo, en cambio, me dedico a lo que he denominado la historia omitida, las huellas imperceptibles de nuestro paso por la tierra y por el tiempo. Escribo y recojo la cotidianidad de los sentimientos, los pensamientos y las palabras. Intento captar la vida cotidiana del alma. La vida de lo ordinario en unas gentes corrientes. 

Ha quedado claro que además de los desafíos comunista y nacionalista y de los nuevos retos religiosos entre los que vivimos y sobrevivimos, en adelante nos esperan otros, más salvajes y totales, pero que aún siguen ocultos a nuestros ojos.

Todo lo que conocemos de los horrores y temores tiene más que ver con la guerra. El gulag estalinista y Auschwitz son recientes adquisiciones del mal.

Hubo un tiempo en que los indios de México e incluso los hombres de la Rusia precristiana pedían perdón a los animales y a as aves que debían sacrificar para alimentarse.

Los hijos te aguantan, te aguantan y, al final, acaban por herirte. Los hijos te dan alegrías mientras son chicos.

Durante el día vivíamos en el lugar nuevo, pero por la noche en casa. En sueños.

Recé para reunirme con ellos. De algunos, Dios se apiada, pero a mí aún no me ha dado muerte. Sigo viva.
—Pues a mí no me da miedo morirme. Nadie vive dos veces. ¿No caen las hojas? ¿O los árboles?

Y nosotros que nos creíamos que todo aquello era indestructible, que sería así para siempre. Que lo que hierve en la olla es eterno. Nunca me hubiera creído que todo cambiaría. 

¿Hay algo más pavoroso que el hombre?

La vida del hombre es como la hierba, que crece, se seca y se arroja al fuego.

No sé por qué nadie se mete con los pescadores y en cambio todos echan pestes de los cazadores. 

Somos fatalistas. No tomamos ninguna iniciativa porque estamos convencidos de que las cosas irán como han de ir. Creemos en el destino. Y esta es nuestra historia. A cada generación le tocó su guerra. Cuánta sangre. 

Una mezcla de prisión y jardín de infancia: esto es el socialismo. El hombre entregaba al Estado el alma, la conciencia, el corazón, y a cambio recibía una ración.

El progreso exige víctimas y cuando más lejos vayamos, más serán las victimas. 

Si la fe en la razón abandona al hombre, en su alma se instala el miedo, como ocurre con los salvajes.

Una persona que sacrifica su vida, me venía a decir, no se percibe a sí misma como una personalidad única, irrepetible, como un ser que ya no volverá a existir nunca más.

He comprendido que solo tiene sentido el tiempo vivido. Nuestro tiempo vivido.

Somos metafísicos. No vivimos en la tierra sino en nuestras quimeras, en las conversaciones. En las palabras. Debemos añadirle algo más a la vida cotidiana para comprenderla. Incluso cuando nos encontramos junto a la muerte. 

Pero lo que les preocupaba no era la gente, sino su poder. En un país donde lo importante no son los hombres sino el poder, la prioridad del Estado está fuera de toda duda. Y el valor de la vida humana se reduce a cero.

Soy una buena bibliotecaria, pero no entiendo cómo alguien puede querer apasionadamente un trabajo. Yo solo lo quería a él. A él solo. Y no puedo vivir sin él.


Voces de Chernóbil, crónica del futuro
Svetlana Alexievich
Traducción de Ricardo San Vicente
Editorial DeBolsillo
Edición original 2005
406 páginas