viernes, 5 de octubre de 2012

El perfume, de Patrick Süskind


Inevitable la frase de cajón: todo libro termina siendo, al menos, dos libros. O más, dependiendo de cada lector. El perfume, de Patrick Süskind, cuenta la historia de Jean Baptiste Grenouille, hombre contrahecho que nace con la virtud de contar con el olfato más fino del mundo, que se convierte en asesino por buscar el mejor perfume jamás hecho. De hecho, el libro lo venden con una frase debajo del título: “Historia de un asesino”. Pero este libro es más que eso, y fue esto lo que me maravilló, porque se trata de una hermosa metáfora sobre el artista y su relación con el mundo. En medio de esto se encuentra la creación artística, como resultado de un ir y venir entre la soledad, que se torna enfermiza, y el trato con los demás, asfixiante.

Resta decir que la del alemán Süskind es una prosa de frases largas, pletórica en detalles, que logra efectos a partir de las descripciones a pesar de que no rechinan los calificativos. Y maneja el suspenso con pericia, por lo que entiendo los constantes comentarios de otros lectores sobre la dificultad para soltar el libro una vez lo comienzan.

Leí que le disgustan las entrevistas, por lo que poco se conoce de su vida privada. Incluso hay pocas fotos suyas. Aún está vivo.

Aquí las frases:

Todas estas grotescas desproporciones entre la riqueza  por el mundo percibido por el olfato y la pobreza del lenguaje hacían dudar al joven Grenouille del sentido de la lengua y solo se adaptaba a su uso cuando el contacto con otras personas lo hacía imprescindible.

Su ambición no era amasar dinero con su arte, ni siquiera pretendía vivir de él, si podía vivir de otra cosa. Quería exteriorizar lo que llevaba dentro, solo esto, expresar su interior, que consideraba más maravilloso que todo cuando el mundo podía ofrecer.

Ahora que había comenzado a alejarse comprendió con claridad Grenouille que aquel denso caldo humano le había oprimido como aire de tormenta durante dieciocho años. Siempre había creído que era del mundo en general de lo que tenía que apartarse, pero ahora veía que no se trataba del mundo, sino de seres humanos. Al parecer, en el mundo, en el mundo sin hombres, la vida era soportable.

Se sabe de hombres que buscan la soledad: penitentes, fracasados, santos o profetas que se retiran con preferencia al desierto, donde viven de langostas y miel silvestre. Muchos habitan cuevas y ermitas en islas apartadas o –algo más espectacular- se acurrucan en jaulas montadas sobre estacas que se balancean en el aire, todo ello para estar más cerca de Dios. Se mortifican y hacen penitencia en su soledad, guiados por la creencia de llevar una vida agradable a los ojos divinos. O bien esperan durante meses o años ser agraciados en su aislamiento con una revelación divina que inmediatamente quieren difundir entre los hombres. Nada de todo esto concernía a Grenouille, que no pensaba para nada en Dios, no hacía penitencia ni esperaba ninguna inspiración divina. Se había aislado del mundo para su propia y única satisfacción, solo a fin de estar cerca de sí mismo. Gozaba de su propia existencia, libre de toda influencia ajena, y lo encontraba maravilloso. Yacía en su tumba de rocas como si fuera su propio cadáver, respirando apenas, con los latidos del corazón reducidos al mínimo y viviendo, a pesar de ello, de manera tan intensa y desenfrenada como jamás había vivido en el mundo un libertino.

… en la catedral, donde colgó sus pingos bajo los bancos el veinticuatro de diciembre y los recogió el veintiséis, después de exponerlos a los olores de los asistentes a siete misas; un terrible conglomerado de sudor de culo, sangre de menstruación, corvas húmedas y manos convulsas, mezclados con el aliento expelido por mil cantantes de coro y declamadores de avemarías y el humo sofocante del incienso y de la mirra, había impregnado los trozos de tela; terrible en su concentración nebulosa, imprecisa y nauseabunda y, no obstante, inequívocamente humano.

Se estremeció. Le asaltó el deseo de renunciar a sus planes, de perderse en la noche y alejarse de allí. Cruzaría las montañas nevadas, sin descanso, recorrería cien millas hasta la Auvernia y allí volvería a rastras a su vieja caverna y dormiría hasta que le sorprendiera la muerte. Pero no lo hizo. Permaneció sentado y no cedió al deseo, pese a que era muy fuerte. No cedió a él porque siempre había sentido el deseo de alejarse de todo y esconderse en una caverna. Ya lo conocía. En cambio, no conocía la posesión de una fragancia humana, una fragancia tan maravillosa como la de la muchacha que vivía detrás de la muralla. Y aunque sabía que debería pagar un precio terriblemente caro por la posesión de aquella fragancia y su pérdida inevitable, tanto la posesión como la pérdida se le antojaron más apetecibles que la lapidaria renuncia a ambas. Porque durante toda su vida no había hecho más que renunciar, pero nunca había poseído y perdido.

… la joven era de una belleza exquisita. Pertenecía a aquel tipo de mujeres plácidas que parecen hechas de miel oscura, tersas, dulces y melosas, que con un gesto apacible, un movimiento de la cabellera, un solo y lento destello de la mirada dominan el espacio y permanecen tranquilas como en el centro de un ciclón, al parecer ignorantes de la propia fuerza de atracción, que arrastra hacia ellas de modo irresistible los anhelos y las almas tanto de hombres como de mujeres.

Y últimamente –lo notaba con inquietud-, cuando la acompañaba a la cama por la noche o muchas veces por la mañana, cuando iba a despertarla y ella aún estaba dormida, como colocada allí por las manos de Dios, y a través del velo de su camisón se adivinaban las formas de caderas y pechos y del hueco del hombro, codo y axila mórbida, donde apoyaba el rostro, emanando un aliento cálido y tranquilo… sentía un malestar en el estómago y un nudo en la garganta y tragaba saliva y ¡Dios era testigo!, maldecía el hecho de ser el padre de esta mujer y no un extraño, un hombre cualquiera ante el cual ella estuviera acostada como ahora y quien sin escrúpulos pudiera yacer a su lado, encima de ella y dentro de ella con toda la avidez de su deseo.

Ya no le atraía la vida en una caverna. Había conocido esta experiencia y comprobado que no era factible vivirla. Como tampoco la otra experiencia, la de la vida entre los hombres. Uno se asfixiaba tanto en una como en otra.

Lo tenía en la mano. Un poder mayor que el poder del dinero o el poder del terror o el poder de la muerte; el insuperable poder de inspirar amor en los seres humanos.