sábado, 22 de marzo de 2008

Primero Estaba el mar, de Tomás González

Tomás González es un escritor colombiano que nació en Medellín en 1950 y ahora vive en Chía. Es muy bueno y muy desconocido... sobrino de Fernando González el filósofo-poeta de "Otraparte" (la finca en la que vivió en Medellín y que se volvió tan famosa como él).

Primero estaba el mar es una novela muy cortica que, según leí una vez, escribió el autor como homenaje a su hermano muerto. El libro cuenta la historia de J. y Elena, quienes se van de Medellín a vivir a una finca en una isla a 10 horas de Turbo, casi en los límites con Panamá (nunca lo dicen, pero se entiende que es como por Capurganá o Sapzurro). Es una novela en extremo simple, sencilla, desprovista de grandes pretensiones... una historia muy bonita en la que aparentemente no pasa nada pero que uno lee tenso porque desde el principio se adivina ese desenlace sobrecogedor.

Acá van las frases:

"El ser a quien se denominaba Amanda hizo su aparición. Usaba franela interior de hombre y pantalones blancos muy ceñidos; sus hombros, sin ser anchos, ostentaban músculos cobrizos, tensos y potentes; las formas del sostén lucían pétreas en su pecho; un bulto grande, rígidamente aprisionado por el pantalón, su sexo, tomaba lugar en aquel cuerpo esbelto y extraño".

"Se bañaron en un baño grande, lleno de musgo y pedacitos de jabón en los rincones".

"Una vez embarcado el equipaje, el ayudante, de pie en la popa, le dijo a Elena, "súbase, seño", y le tendió la mano. Ella se sentó en las tablas del muelle y se dejó caer en la lancha. Cuando esta se ladeó, Elena perdió el equilibrio. El ayudante debió entonces agarrarla por la cintura para que no cayera al agua. Era hábil: la agarró, la enderezó y se asomó a su escote, todo al mismo tiempo. "Coño", pensó, "no tiene brasier".

"De la pared colgaba un cuadro, pintado por un hermano de Elena, que representaba un atardecer sobre los Andes visto desde una celda de la cárcel de La Ladera; también el óleo de una mujer ofreciéndose al océano. Dos años atrás, en una borrachera, J. había quemado sus reproducciones de Modigliani, Picasso y Klee, y desde entonces ya no había querido tener buen gusto; su apartamento de Envigado se había ido convirtiendo poco a poco en una pequeña galería de arte malo, de mucho y muy crudo contenido vivencial".

"Además de la cama, y utilizando la madera sobrante, Gilberto construyó la biblioteca. Quedó grande también, y tan sólida y rústica como la cama. J. disfrutó colocando en ella sus muy usados y apreciados libros. Colecciones completas de Dostoievsky, Nietzche, Lagerkvist, Camus y Neruda; libros sobre ganadería tropical, cultivo industrial del coco, Bertold Brecht, frutales de la zona tórrida, Hermann Hesse, Hegel y muchos más empezaron a estarse quietos allí, con ocasionales lagartijas trepándose a sus lomos, mientras bandadas de alharaquientos loros pasaban sobre la casa".

"Sin embargo el cementerio no tenía apariencia siniestra. Muy próximo al mar, durante las mareas fuertes el agua lo inundaba y lo llenaba de espuma. La manera alegre como la vegetación trepaba sobre las cruces y lápidas y se metía entre las grietas del cemento, la visión de los cangrejos asomándose desde los túneles cavados en las tumbas, la visión de las lagartijas centelleantes, le dieron a J. la impresión del triunfo permanente de la vida sobre la muerte".

"Le ayudaba su mujer, obesa, somnolienta, orgullosa, morena clara, de unos treinta años y rasgos faciales muy hermosos. Daba la impresión de eshalar un hálito sensual parecido a las emanaciones de un pantano en germinación".

"Y también a finales del invierno comenzó a escribir en el mamotreto que, a falta de mejor nombre, llamaba "el libro". Er un tomo de cuero negro con dos mil hojas blancas que había empastado un amigo suyo, obrero de Coltejer, aficionado a encuadernar cosas. La idea del amigo había sido empastar, y luego escribir, un gran libro. "Un libro el hijueputa", explicaba, "con palabras todas del diccionario".

"Poco después J. vio sus formas agigantadas en el cuarto mientras se desvestía. "RTodo es putamente difícil y hermoso", pensó al mirar la sombra de Elena moviéndose en aquella porción de luz amarilla, diminuta cavidad de amor bajo la inmensa noche. Puso un poco de sal en una rodaja de limón, la tuvo lista en la mano y se metió un trago. A veces, sobre todo con el aguardiente, la alegría solía reventarle adentro".

"Olores. Oscuro olor a manglar que a veces trae el viento. olor a cangrejos muertos y todavía crudos, almizclado y resinoso. Olor del pasto al mediodía bajo el estático martillo del sol. Olor del humo que viene de la cocina, mezclado con el olor del café. Olor de las frituras de pescado a mediodía, frituras de plátano, vapores pesados del coco en el arroz. Olor de las cremas bronceadoras, aceites humectantes que protegen y embellecen la piel de Elena. Olor de su cabello recién lavado, champú de hierbas, siete. Antípoda olor en la letrina, donde zumban moscardones en el calor y se asoman lagartijas entre los intersticios del bahareque. Olor permanente e inerradicable del polvo en las tablas de la casa. Olor ahora a nuevo de los libros cuando se les abre -empeando a hincharse por la humedad del aire, deteriorados por el constante aliento del mar y por la creciente falta de uso-, como margaritas marchitándose en un desván húmedo y caliente. Y ahora, también nuevo, el olor de madera recién cortada, mezclado con el vaho de gasolina, la gasolina que esteriliza, quema, ahuyenta la vida".

"Creo que lo que más me gusta de este mar es el olor a manglar. El de Inglaterra es inodoro e insípido; este huele un poco a podrido, muerte y vida, lugar donde se cruzan".

"Sí. Ningún pensamiento tiene la contundencia de comerse un mango maduro -creo-. Para no hablar de papayas, melones y guanábanas. Por otra parte no hay mayor angustia vital que tener ganas de orinar y no poder; y no hay realización mayor que hacerlo sobre el mar, agua en el agua, y bjao la luz de los planetas. Creo que Mercedes ya se levantó: huele a café".

"Ella a su vez, le regaló una Historia del Arte Erótico, libro de casi mil páginas, con ilustraciones que iban desde Pompeya hasta Picasso. Meses más tarde uno de los policiías que participó en el levantamiento lo metería subrepticiamente en su mochila; su mujer lo descubriría y terminaría por ser vendido en Turbo a un comerciante de telas que lo usaría como pornografía común".

"Ya borracho, empezaba unas muy largas e incoherentes cartas a Elena, donde le decía con mucho detalle lo que iba a hacerle cuando pudieran volver a acostarse juntos, lo mucho que la extrañaba y lo mucho que se alegraba de que lo hubiera dejado por fin en paz. Al día siguiente las rompía sin leerlas".

Tomás González
Primero Estaba el Mar
Editorial Norma
144 páginas