lunes, 5 de noviembre de 2018

Santa Evita, de Tomás Eloy Martínez

En 1962 el artista Andy Warhol realizó su primera exposición individual: 32 lienzos con las latas de sopas Campbell. La reproducción semimecanizada de la obra, su elaboración en serie y su conexión con el mundo comercial fueron claves dentro del arte pop que con él se consolidaba. Años después reprodujo en serie la imagen de Marilyn Monroe.

Hay muchas formas de entender el arte pop y este texto no pretende explorarlas. En términos muy generales se trata de una expresión estética basada en la cultura popular (por oposición a la “cultura culta” o de élite) y dentro de lo popular caben el cine, la publicidad, los medios masivos de comunicación y lo que se conocen como industrias culturales.

En alguna de esas vertientes de lo popular pensó el mexicano Carlos Monsiváis en el año 2000, cuando se refirió a Santa Evita, la novela que publicó el argentino Tomás Eloy Martínez en 1995, diez años después de haber editado su otro libro histórico, La novela de Perón como versiones pop de la historia, como géneros pop.

Santa Evita es pop en más de un sentido.  Si Warhol reprodujo las latas de sopa para construir su obra, Tomás Eloy hizo lo propio con Eva Duarte. “Volveré y seré millones” es una frase que se le atribuye a Evita, aunque otros dicen que es del líder indígena Túpac Katari, quien la pronunció en La Paz en el Siglo XVIII. No importa: el concepto de autor se diluye en la cultura pop; lo que importa es lo que crean las masas y Evita es millones: se reproduce en películas, óperas, afiches, fotos, estampas, canciones, poemas. Su embalsamador, el médico Pedro Ara, creó al menos tres copias del cadáver de esta santa-política-puta-Virgen María-madrecita-trepadora, a la que embalsama tan pronto muere de cáncer a los 33 años –la edad de Cristo-. Los destinos de esas Evitas, falsas y verdaderas, intercambiables como muñecas de cera o muñecas inflables, ocupan buena parte de la novela que escribe Tomás Eloy, a veces en clave policíaca.
 
(Como si no fuera suficiente con las múltiples copias del cadáver, al final de la novela aparecen en los balcones de Buenos Aires “Evitas esculpidas en yeso, a las que habían aderezado con tocas de Virgen María”).

¿Es verdad lo que cuenta Tomás Eloy Martínez en Santa Evita?. La pregunta es irrelevante: la novela es verosímil. Usa un lenguaje periodístico, con datos, testimonios y fuentes documentales, para narrar cosas extraordinarias como la fluorescencia del cuerpo yacente de Evita (aunque yacente sea una condición inestable en esta muerta peculiar que vive en movimiento) o la cadena de fatalidades que, a manera de maleficio siniestro, le ocurren a cada persona que entra en contacto con ella. Si Duchamp enseñó con La Fuente que arte es lo que un artista dice que es arte, entonces Santa Evita es una novela porque así lo dice su autor. Si Tomás Eloy hubiese publicado el texto en La Nación o La Opinión, periódicos en los que trabajó como periodista, otras serían las claves para leer esta obra. Pero es una novela en la que el mismo autor reflexiona en sus páginas sobre esa condición: : “En esta novela poblada por personajes reales, los únicos a los que no conocí fueron Evita y el Coronel” (p. 55); “¿Santa Evita iba a ser una novela? No lo sabía y tampoco me importaba. Se me escurrían las tramas, las fijezas de los puntos de vista, las leyes del espacio y de los tiempos” (p.65); “Todo relato es, por definición, infiel” (p. 97); “las fuentes sobre las que se basa esta novela son de confianza dudosa, pero sólo en el sentido en que también lo son la realidad y el lenguaje: se han infiltrado en ellas deslices de la memoria y verdades impuras” (p. 143), “en esos papeles había un relato. Es decir, el manantial de un mito: o más bien un accidente en el camino donde mito e historia se bifurcan y en el medio queda el reino indestructible y desafiante de la ficción” (p.366) y “en las novelas, lo que es verdad es también mentira. Los autores construyen a la noche con los mismos mitos que han destruido por la mañana” (p. 389). 

Tomás Eloy Martínez se permite jugar en Santa Evita con esa relación difusa entre historia y ficción para reescribir la historia argentina, con sus mitos, tragedias, fatalidades y militares en medio de toda la trama. El narrador tiene el mismo nombre del autor: aparece Tomás Eloy con su nombre propio, reuniéndose con personas “de la vida real” en un ejercicio de investigación que se parece mucho a la reportería periodística.

Pero las claves pop de la Santa Evita van más allá: su protagonista es Evita, uno de los mitos icónicos de la cultura popular argentina, al lado del Ché y Gardel. Pero a diferencia de ellos, Evita es mujer y su historia ocurre en la primera mitad del Siglo XX, en un mundo político altamente masculinizado.

Sin tratarse de una obra feminista, o escrita con ese propósito, Santa Evita sí permite una lectura de género, en la medida en que documenta una época en la que el ascenso de una mujer al poder era prácticamente imposible. Evita fue la segunda esposa de Juan Domingo Perón, hasta su temprana muerte en 1952. La tercera esposa de Perón,  María Estela Martínez, se convirtió en 1974, en la primera mujer presidenta de un país latinoamericano, al suceder en el cargo a su esposo fallecido.

La novela está llena de alusiones machistas. Si Santa Evita se lee como una biografía, se trata entonces de la vida de una mujer pobre y ordinaria que logró convertirse en la más poderosa de su país gracias a que recibió la ayuda de muchos hombres: del cantautor de tango Agustín Magaldi, que la sacó de Junín y la llevó a Buenos Aires cuando tenía 15 años; del peluquero Julio Alcaraz, que la conoció en un set de cine cuando tenía 23, le decoloró el pelo y la peinó con esa moña icónica que le sumó edad y clase hasta su muerte; de Perón, que la doblaba en edad cuando se conocieron y a quien en esa primera noche ella le dice en la novela “gracias por existir”; o del médico español Pedro Ara, el embalsamador, que protegió su cuerpo de la descomposición natural. En algún momento de la novela el peluquero Alcaraz, Perón y Ara dicen, a su manera: “Yo la hice”.

Leer Santa Evita en clave de género implica también referirse a un cuerpo. La novela es la historia de un cadáver que se mueve, que parece vivo, tibio, que enamora. Hay numerosas alusiones al cuerpo de Evita: a su figura menuda, su pelo dorado, su piel perfecta, de alabastro, que se quemó cuando niña, a sus senos pequeños y su pubis de vello oscuro.  Es una santa vestida de túnica blanca, que después aparece desnuda, ultrajada, mutilada: para reconocer a la verdadera muerta de las demás copias, un coronel le corta una falange y un pedazo del lóbulo de la oreja. Es entonces un cuerpo mutilado, mancillado, y esta condición representa una continuidad en la muerte de lo que fue en vida: Tomás Eloy Martínez describe con detalle las hemorragias que sufre Evita a consecuencia del cáncer de útero que le cuesta la vida, pero además narra un aborto clandestino que se practicó antes de conocer a Perón, y que la obligó a permanecer ausente de la radio durante varios meses.  

En una visita al Papa Pío XII éste le dice que orará para que Dios le dé hijos. Para el Papa el cuerpo de Evita es un cuerpo estéril, inútil. Y para las mujeres de la Sociedad de Beneficencia el de Evita es un cuerpo impuro, indigno, porque se ha permitido el placer del sexo con múltiples hombres, sin estar unida en matrimonio.

Para los “grasitas”, la gente del pueblo que la idolatra, Evita es sobre todo una voz: la voz política que les da esperanza y les promete justicia (o les reparte billetes, casas o cajas de dientes), pero es sobre todo la voz familiar y cálida que conocen porque los ha acompañado durante años en el espacio íntimo de sus hogares a través de la radio.

Un acierto de Tomás Eloy es entender el poder de la radio en la construcción del mito de Evita.  La televisión llegó a Argentina en octubre de 1951 y su primera transmisión fue un acto público en el que Evita iba a ser proclamada como candidata vicepresidencial. El cáncer se le atravesó en el destino. Pero antes de la televisión, fue la radio el vehículo que movilizó a las masas no sólo en América Latina, sino también en Europa. Goebbels lo supo bien.
  
El cine llegó por vía de latas que permitieron ver el mundo, pero la producción local de cine no se dio de manera rápida en toda América Latina, e incluso hoy hay países o ciudades capitales con industrias cinematográficas débiles. Fue la radio, con sus radioteatros, el medio que permitió que en la primera mitad del Siglo XX surgieran en toda América Latina mitos locales de cobertura nacional.  En 1943 Radio Belgrano contrata a Evita para caracterizar a 18 heroínas de la historia universal. En ese trabajo se convierte ella misma en otra heroína y pocos meses después se casa con Perón. Su vida es en ese entonces un radioteatro con final feliz que siguen de cerca millones de hogares de las provincias argentinas. Pero esa popularidad no es absoluta: “para la gente de bien que oía poca radio, Evita era sólo una cómica que entretenía a los coroneles y a los capitanes de fragata” (p. 183).

Hay en Santa Evita numerosas alusiones al cine y al menos 40 a la radio: al comienzo de la novela ocurre la muerte de Evita y el narrador informa que el coronel que la vigilaba todo el tiempo “siguió los movimientos del cortejo fúnebre por las descripciones de la radio”. Más adelante doña Juana, la mamá de Evita, comenta que “aquél final de Evita fue triste, como las radionovelas de los años 40” (p. 40) y en otra página el autor escribe que durante su agonía “Renzi descompuso los aparatos de radio para que Evita no oyera el largo y terrible llanto de las multitudes” (p. 123). Se alude al radioteatro de Radio París y Radio Belgrano, a las alocuciones públicas de Evita y su marido, que cuando fue derrocado en 1955 “no habló por radio para pedir ayuda” (p.185), y a la música que escuchaba Magaldi en la radio. Incluso Tomás Eloy dice que, para despejarse del computador, sale en su carro a manejar sin rumbo por las rutas de New Jersey “con la radio prendida. Cuando menos lo espero, canta Evita. La oigo salir de la garganta raspada de la rapada Sinead O`Connor” (p. 203). No en vano el autor plantea que el ataúd que esconde a uno de los cuerpos de Evita, se registra en un barco a nombre de un radioaficionado: “el cajón es de pino, con la leyenda LV2 La Voz de la Libertad” (p. 340). Se supone que la caja, en vez de una muerta, transporta equipos de radio.

Durante casi 400 páginas el lector avanza al lado de un cuerpo ultrajado y escondido que, si cae en manos de quienes la buscan, puede desatar un enfrentamiento sangriento en el país. Lo mismo ocurriría si se sabe la verdad de lo que ha pasado con ese cuerpo al que los militares llaman “Persona” y los vejámenes que ha sufrido. Al final de la novela se dice que Evita es Argentina. El lector ha entonces recorrido un país embalsamado, que en cualquier momento puede desbaratarse. Eso es lo que plantea Tomás Eloy Martínez con su reescritura de este pedazo de la historia argentina, que se publicó 43 años después de la muerte de Evita y tan solo 12 años después del fin de la dictadura militar, que causó 30.000 desaparecidos y obligó al autor al exilio. Luego de la dictadura Argentina es Evita: un país necrológico, un cadáver embalsamado, un muerto viviente, un zombie, una caja llena de secretos


Santa Evita
Tomás Eloy Martínez
Biblioteca del Sur - Planeta
Buenos Aires, 1995
398 páginas

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