De ese río parece beber Plata
quemada, la novela que el argentino Ricardo Piglia escribió durante años y
finalmente publicó en 1997, el mismo año del estreno en Argentina de
Trainspotting, la película del inglés Danny Boyle con protagonistas que
permanecen tan drogados y tan ávidos de dinero que perfectamente habrían podido
cometer el mismo hurto que El Nene y Dorda llevaron a cabo en el Parque San Fernando, un suburbio del Gran Buenos Aires, según la reconstrucción de Piglia.
Plata
quemada es una novela histórica. Parte de un hecho de la vida real: de un
crimen de esos que acaparan la atención de la crónica roja y luego se hunden en
el olvido. En el epílogo de Plata quemada,
que podría ser también el prólogo, el narrador informa que el 27 de septiembre
de 1965 se cometió un hurto en Buenos Aires y los ladrones emprendieron una
huida frenética que los llevó hasta Montevideo. La fuga terminó el 6 de
noviembre del mismo año.
El material informativo que da origen a la novela es ese. En su
momento la prensa registró la noticia con fruición pero con los días las
noticias nuevas sepultaron a las viejas, como suele ocurrir. La maestría de
Piglia consiste en tomar esa información y convertirla años después en
literatura. Piglia toma una noticia criminal vieja (como hace Gabo en Crónica de
una muerte anunciada) y amasa los datos para cocinar algo nuevo. Los
ingredientes, es decir los datos y el contexto de la época, estaban en los
periódicos que se empolvan en los archivos de las bibliotecas.
Plata quemada es una novela histórica porque se basa en un hecho real
ocurrido en el pasado, pero no es una novela histórica convencional. En Piglia
la historia está para transgredirla, para dessacralizarla, para violarla. La
historia particular del crimen pero también, en términos más amplios, la
historia de Argentina. El autor tiene claro el rol de los héroes: El Gaucho
Dorda, uno de los dos protagonistas, (el otro es El Nene) es un asesino ex convicto
que pasa todo el día drogado, oye voces, es homosexual y habla poco. Su único
interés, además de la droga, es la lectura de la revista Mecánica Popular. Pues
bien, sobre Dorda escribe Piglia:
Parado y tirando
con las dos manos, sereno, bum, bum, con una elegancia y los canas cagados de
miedo. Cuando ven a un tipo así, decidido, que no le importa un belín, le
tienen respeto. Si hubiera una guerra, supongamos que hubiera nacido en la
época del general San Martín, el Gaucho, decía El Nene, bueno, tendría un
monumento. Sería, no sé, qué se yo, un héroe, pero nació fuera de época (P.
56).
Las transgresiones en Plata quemada son varias. Para empezar, el
concepto mismo de la plata, del dinero, que interesa por su valor de cambio. El
título habla del acto de quemar billetes, que puede ser el mayor gesto de
desapego al sistema capitalista: tener dinero para dilapidarlo: no para regalarlo
como gesto populista, sino para destruirlo, para hacer visible lo obvio: que el
dinero es papel. Se lee en la obra: “… quedó una pila de ceniza, una pila
funeraria de los valores de la sociedad”. Esa postura política de la novela
está clara desde el epígrafe, una frase de Bertolt Brecht: “¿Qué es robar un
banco comparado con fundarlo?”.
Los elementos con los que se construye la historia son también
transgresores. Plata quemada es una novela de antihéroes. Los policías son
corruptos personajes que se dedican a la picana mientras esperan la jubilación,
y los protagonistas, Dorda, El Nene y su entorno, son ex presidiarios sin interés
en redimirse. Los mueve, si acaso, el afán de conseguir plata para irse de Argentina e
instalarse en Nueva York, en una forma de evidenciar que el sueño americano es
una constante latina que permea todas las capas sociales y todos los
imaginarios, desde hace décadas.
Mientras preparan el robo y la fuga, Dorda, El Nene, Malito y Mereles meten
cocaína, se empepan, fuman marihuana, ven televisión, hablan banalidades (como
los diálogos de los criminales de Tarantino) y tienen sexo en distintas
variedades. “Cuando la carne escaseaba, se acostaban juntos, El Nene y el
Gaucho Rubio” (p. 54). Las mujeres de la novela, sin excepción, cumplen uno de
estos dos roles: son sus madres o son objetos sexuales: “A veces pensaba en una
mujer y la sentaba en la ventana de la celda y le empezaba a chupar el
clítoris, podía ser cualquier mina, mi hermana podía ser” (p. 68).
Plata quemada es una transgresora novela histórica que además propone
una cartografía distinta de Buenos Aires. La capital argentina de estas páginas
está muy lejos de la París suramericana que sueñan sus habitantes. Aparecen el
subte, la Plaza de San Fernando, Rivadavia, Florida, el cine del Rex y el
Tigre. Pero también Adrogué, la provincia en donde nació Piglia y en algún
momento de la novela se dice de un personaje que prefiere la periferia. El
autor nos habla de los límites en su sentido sociológico pero también
geográfico, y de las relaciones entre ambas marginalidades. La estética bizarra
del lenguaje concuerda con los espacios elegidos: en vez de narrar calles
bonitas y edificios de mármol, Piglia prefiere describir otras arquitecturas. En
este sentido Plata quemada es una
obra que en sus páginas incluye personajes borde, pero también barrios y calles
que distan de la postal turística, el lujo y el glamour. De hecho, buena parte
de la novela ocurre de puertas para adentro, en cuartos a puerta cerrada, que
corresponden a esta descripción: “las paredes vacías dan al ambiente el tono de
precariedad que tienen los lugares así” (p.99).
Es también interesante el rol que le da Piglia a los medios de
comunicación. No sólo le dan la oportunidad de incluir también en estas páginas
a su querido personaje Emilio Renzi, sino que además muestran la relación
ambigua entre los medios y sus receptores: por un lado, el lenguaje impostado y
aséptico que usan algunos periodistas
para describir la acción en caliente, reproduciendo versiones oficiales, pero
por otro lado los medios aparecen como validadores de la realidad. En medio de
la balacera final el narrador cuenta que los protagonistas “habían puesto el televisor en el piso para que no lo
reventaran las balas y a ratos, cuando había una pausa, miraban lo que pasaba
en la calle. También escuchaban el relato de los hechos transmitidos por Radio
Carve, la voz de alterada de los locutores que se turnaban para contar los
tremendos momentos vividos en la ciudad de Montevideo” (p. 108). Sobre Malito,
el único de los cuatro sobrevivientes que no participa en la balacera final, se
ha dicho setenta páginas antes: “Malito era entonces, como todos los pistoleros
profesionales, un ávido lector de la página policial de los diarios, y ésa era
una de sus debilidades” (p. 40).
No se trata, en todo caso, de
un triller más. Plata quemada tiene
un trabajo minucioso del lenguaje y un elemento que la potencia como obra: el
humor. El
narrador parece pensar que no hay
nada sagrado en la Argentina: ni los militares, ni los policías, ni la
religión, ni el sistema financiero ni Perón, ni Evita, ni la belleza de la
ciudad. Todo puede ser objeto de burla y nada más eficaz que el humor para
desnudar tiranías y autoritarismos.
Como todos los libros, Plata
quemada tiene varias capas de lectura. El robo es una anécdota que permite
mostrar un contexto de corrupción, capitalismo, exclusión y decadencia, sin
discursos moralizantes. Sin embargo, quizás no es necesario que el lector haga
todos estos análisis para disfrutar un libro como éste, que es un enorme
divertimento. Ya lo decía la revista Selecciones del Reader´s Digest: la risa,
remedio infalible.
Plata quemada
Ricardo Piglia
Penguin Random House
Buenos Aires, 2013 (primera edición 1997)
172 páginas
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