domingo, 6 de noviembre de 2022

Salvo mi corazón, todo está bien, de Héctor Abad Faciolince


En Medellín hubo un cura que se llamó Luis Alberto Álvarez Córdoba, que escribía crítica de cine en El Colombiano, fundó la revista Kinetoscopio y murió a los 51 años durante una cirugía al corazón. Este personaje, querido por muchos, es la base que le sirve a Héctor Abad Faciolince (Héctor Joaquín es su nombre completo) para escribir Salvo mi corazón, todo está bien, una novela sobre Luis Córdoba narrada por Lelo, su compañero de sacerdocio durante más de 20 años, quien se pone en la tarea de apuntar memorias y recuerdos sobre Luis o El Gordo, estimulado por Joaquín, un amigo escritor que está enfermo del corazón y quiere escribir algo sobre el cura muerto. 

Este juego de ficción y realidad, de narradores y personajes vivos y muertos es el andamiaje a partir del cual Héctor Abad Faciolince escribe una novela que se lee también como una oportunidad personal para saldar asuntos pendientes: por un lado, ratificar su ateísmo y su desprecio por algunos jerarcas de la iglesia pero, al mismo tiempo, exaltar la figura de un cura bueno y a través de él la de los católicos creyentes e inteligentes, como su devota mamá, quien falleció recientemente. La novela es también la oportunidad de plasmar reflexiones y conocimientos alrededor del corazón, la falla cardiaca, los transplantes y sus riesgos, ya que no solo el protagonista de la obra sufre del corazón: el mismo autor escribe esta novela en vísperas de una cirugía de corazón abierto. Por otro lado, después de la publicación de Lo que fue presente, los descarnados diarios en los que Héctor Abad Faciolince desnuda sus infidelidades y su vida conyugal con la esposa que decide abandonar, esta novela se lee como una reivindicación de esa esposa abandonada, que acá se llama Teresa y que se presenta como una mujer culta, amorosa e injustamente tratada por su exmarido. 

Más allá de las necesidades personales del autor por reivindicar, aclarar o ajustar cuentas, la novela es el regreso del autor al campo de la narrativa de ficción, con Medellín como escenario de la trama y con la muerte como horizonte permanente. Sospecho que para lectores extranjeros la novela puede resultar en algunos apartes pesada, por la cantidad de referencias a la Iglesia Católica local, y porque algunas disertaciones sobre la religión están más cerca de la columna de opinión que de la literatura. En este sentido es un texto irregular, con algunos capítulos mejor logrados que otros. Dudo, eso sí, que a la Iglesia le guste esta novela, aunque se trate de un cura bueno: que el cura se enamore y tome la decisión de dejar el sacerdocio y vivir plenamente su sexualidad es también una declaración de principios porque da a entender que no es posible congeniear la vida religiosa y la bondad espiritual con el celibato. 


Hay un elemento de la novela que resulta notable y al mismo tiempo estremecedor: la irrupción de la muerte. La manera en la que se presenta un personaje enfermo pero vital, lúcido, con buen apetito, buen humor y en plena capacidad mental, que se entrega confiadamente a la anestesia y la ciencia médica. El terror del quirófano aparece en este libro detallado con precisión quirúrjica. No se le llama homicidio, pero es increible la mansedumbre con la que tantas personas acuden a la cita con su verdugo. 

Algunas frases
Hay que tener en cuenta que cualquier relato, cualquier película o cualquier novela, si se alarga lo suficiente, terminaría siempre de la misma manera, con la muerte de sus protagonistas e incluso de su mismo narrador (p. 20).

el final malogrado de una vida consiste en que esta se termine antes de tiempo (p. 20). 

Envejecer es duro, y mucho más para las actrices, casi ninguna envejece bien (p. 25).

el juicio estético es siempre precario e irremediablemente dudoso, inseguro, nunca definitivo y totalitario como la sentencia final de un juez supremo o de un Papa infalible (p. 55).

Luis me preguntaba si no serían los suicidas por completo inocentes al cometer su último acto, dictado por alguna extraña conexión neuronal o por un exceso o una carencia de neurotransmisores (p. 67).

A veces en la religión que profeso les pedimos mucho, quizás más de lo que pueden dar, a estos dos conceptos: el libre albedrío y la voluntad (p. 68). 

El arte, la belleza son una guerra declarada a la brutalidad y al desamor (p. 85).

Lo verdaderamente misterioso no es la enfermedad ni el mal, sino la salud, la bondad y la belleza (p. 85).

Lo único bueno de envejecer es que desaparece ese angustioso y terco e insaciable apetito sexual (p. 87).

Los agustinos recoletos tenían, quizá tengan aún, su seminario cerca de Manizales, en la vereda La Linda (p. 89).

La dictadura del amor uno la acepta con mucho gusto (p. 122).

En este país lo que más falta son padres (p. 127).

El mejor negocio que puede hacer un hombre es casarse con una mujer. Solo nosotras somos capaces de un sacrificio casi místico por amor (p. 130). 

El mismo viejo truco de poner nervioso al inferior, haciéndolo esperar (p. 141).

El problema de ustedes los paisas, don Luis, empieza por una cosa muy simple: por el miedo al cuerpo. Les da pena estar desnudos (p. 155). 

un sueño como aquel que solo experimentamos cuando estábamos muertos todavía, antes de nacer (p. 157).

tenía una belleza más discreta, menos llamativa, que no se le notaba tanto cuando estaba vestida (p. 159). 

No es verdad que el amor entre por los ojos; el amor entra por la boca (p. 161).

La tragedia de los malos cuando nos hacen una maldad es que esa maldad se convierte, tarde o temprano, en nuestra misma redención (p. 169). 

no le gustaba la pornografía porque para él ver gente teniendo sexo sin amor era como ver parejas bailando, pero sin música. El baile sin música y el sexo sin amor le resultaban toscos, ridículos (p. 183). 

lo que tiene es pereza, o miedo a no ser capaz de escribir un buen libro con este tema tan incorrecto para nuestra época: un cura bueno (p. 184).

Al volverlo a ver el amor real era mucho menos interesante que el amor que había idealizado (p. 190). 

Si todos fuéramos perfectos, nadie necesitaría a nadie. Cada carencia implica que alguien suple esa carencia y la mejora y la hace menos honda (p. 213). 

La vida es bella porque es siempre un borrador (p. 214). 

es el sexo el que todo lo baraja y lo complica. El sexo, por ejemplo, es un gran generador de celos (p. 217). 

El paraíso, insistía, tan solo puede ser temporal, intermitente, porque si no se vuelve como un postre perpetuo o un eterno domingo (p. 218). 

Hay sin duda dulzura y suavidad cuando se entra a formar parte de una familia; salir de ella, en cambio, es siempre una experiencia desgarradora, sobre todo cuando hay niños (...) Hace falta entusiasmopara entrar, pero tiene que sobrar valentía  -a veces maquillada de indolencia y cinismo- para irse (p. 223). 

Le gustaba también, y mucho, la forma en que educaba a sus hijos, más concentrada en estimular lo que estaba bien que en censurar lo que no le gustaba (p. 226). 

con los honores no hay nada que hacer. Uno queda mal si los recibe, y queda mucho peor si no los recibe. Y yo prefiero parecer bobo que arrogante (p. 238). 

Tengo miedo de lo que el presente, cuando sea pasado, me hará en el futuro (p. 268).

Anulé en mí la inteligencia, el análisis, y me dediqué a ser ingenioso (p. 274).

La verdadera dicha es una familia, vivir en familia (p. 286).

Últimamente los curas, y hasta el Papa, no hacen otra cosa que pedir perdón con humildad por todos los errores de la Iglesia en la historia, y cuanto más perdón piden, más los atacan y desprecian (p. 313). 

oigo lo que dicen esos cristianos evangélicos y siento una gran añoranza por los curas católicos (p. 314). 

La anestesia produce un sueño muchísimo más profundo que el sueño profundo, del cual, a los que sobreviven, no les queda ni percepción del tiempo transcurrido ni recuerdo alguno. Es la nada total, la nada de la muerte (p. 331). 

La muerte no le ocurre a quien se muere, que ni cuenta se da, sino a quienes quedamos vivos. La muerte es un asunto de los vivos y no de los muertos porque solo los vivos la sentimos y padecemos (p. 339). 

La muerte es todo aquello que se trunca y no podrá ser (p. 340). 

Quisiera tener el consuelo de creer en la resurrección, pero, aquí entre nos, no siempre creo en ella. Hay días en que sí y noches en que no (p. 341).

Paraeso nos juntamos; por eso somos seres sociales, no para sufrir, sino para disminuir el sufrimiento y, si se puede, aumentar la felicidad (p. 347).

Salvo mi corazón, todo está bien.
Héctor Abad Faciolince
Editorial Alfaguara
Bogotá
Octubre de 2022
360 páginass

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