viernes, 21 de diciembre de 2012

La Casa de las Bellas Durmientes, de Yasunari Kawabata

No tendría forma de haber llegado a leer a Yasunaria Kawabata de no ser por la recomendación de un amigo. La información de la contraportada indica que Kawabata nació en Osaka en 1899 y que recibió el Premio Nobel de Literatura en 1968, que fue un insomne notable y que se suicidó a los setenta y dos años.
La Casa de las Bellas Durmientes es una reflexión breve acerca del amor, la juventud, la vejez y la muerte. No sabría si debe catalogarse como un cuento extenso o como una novela corta. Yo sentí que la historia era una pequeña fábula sin animales y sin una moraleja concreta.
La Casa de las Bellas Durmientes es un lugar donde los hombres viejos pagan por pasar la noche al lado de una mujer joven. No tienen sexo, solo duermen; pero el mero hecho de visitar la casa en varias ocasiones lleva al viejo Eguchi (protagonista de la historia) a cuestionarse vagamente acerca de muchas cosas de su propia vida. ¿Pero no nos pasa acaso a todos? ¿No pensamos todos un poco acerca de lo que significa estar vivo, de lo que significa envejecer, de lo que significa tener sexo con alguien y después dejar que se pierda para siempre en el olvido? 
Si las reflexiones de Florentino Ariza me llevaron a pensar que empecé a envejecer (después de los 30 no voy a hacerme propiamente más bello o más joven) las del viejo Eguchi me hicieron pensar que en menos de lo que imagino voy a estar viejo, voy a oler mal, voy a estar más cerca de la muerte que del nacimiento y voy a estar preguntándome más cosas acerca de la existencia. Es probable que la vejez no traiga respuestas, sino que por el contrario traiga - además de preguntas nuevas - mucha melancolía.

Aquí, un fragmento:

No la vio nunca más. Hacía más de diez años que se había enterado de su muerte. Eguchi, a sus sesenta y siete años, había perdido a muchos amigos y parientes, pero el recuerdo de la muchacha seguía siendo joven. Reducido ahora a tres detalles, la gorra blanca de la niña, la pulcritud del lugar secreto y la sangre en el pecho, era todavía claro y fresco. Probablemente no había nadie en el mundo aparte de Eguchi que conociera aquella pulcritud incomparable, y con su muerte, ahora no muy distante, desaparecería del mundo por completo. Aunque con timidez, ella le había permitido mirar cuanto quisiera. Tal vez fuese una actitud propia de las jóvenes, pero no podía caber la menor duda de que ella misma no conocía su pulcritud. No podía verla.

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