Fue casual que leyera "El prestigio de la belleza", de Piedad Bonnett, publicado en 2010, luego de haber leído "La mujer incierta", publicado por la misma autora en 2024. Se trata de dos libros cercanos en su tono y objeto de reflexión: historias escritas en primera persona en las que la autora reflexiona sobre su propia vida, su cuerpo y su lugar en el mundo.
"El prestigio de la belleza", la precuela de "La mujer incierta", para ponerlo en términos cinematográficos, narra los primeros años de Piedad Bonnett, desde su nacimiento en Amalfi (pueblo que describe pero no nombra), el traslado de su familia a Bogotá, cuando ella tenía 10 años, y su reclusión en un interado regentado por monjas, en Bucaramanga, en la adolescencia. El libro se divide en tres partes y cada una de ellas corresponde a cada uno de esos lugares en los que vivió.
La narradora parte de una premisa: es fea, o al menos más fea que su hermana y más fea que lo que su madre esperaría de una hija suya. Ser fea significa ser menos. Sentirse insegura, menos querida, menos digna. Las reflexiones sobre el cuerpo, sobre los cambios durante la adolescencia, y la importancia que las mujeres le damos a la apariencia física están muy presentes en este libro que aborda además la educación sentimental femenina en los años 50-70 del siglo XX: la omnipresencia de la religión en la vida cotidiana y la concepción del cuerpo como un territorio de pecado.
Algunos subrayados
ya que en su familia la belleza era la constante, tanta fealdad debía venir de la familia de mi padre (p. 12).
la belleza, bien se sabe, es ganzúa que hace ceder todas las cerraduras (p. 13).
Mucho tiempo después iba a enterarme de que el amor se manifiesta a veces con desesperación, egoísmo, tretas, trampas. Que el amor jamás es inocente (p. 13).
Nunca necesitamos tanto de otro como cuando oscurece (p. 17).
empecé a disfrutar los placeres de la tristeza (p. 24).
el meconio en un recién nacido es señal inequívoca de que alcanzó a sufrir porque su vida estuvo en peligro (p. 38).
creo que sabemos que hemos conquistado la adultez —o, más bien, que la adultez ha terminado por dominarnos— cuando aprendemos a manejar el ocio. (p. 42).
no hay belleza completa en una mujer si no tiene una cabellera de rizos sueltos, de alegres bucles ondeando al viento (p. 50).
Comprendí en aquel momento que la belleza es enteramente inútil (p. 54).
Se es bello o se es feo o se es anodino, que es casi peor (p. 72).
en eso los niños proceden como los amantes de la poesía: gustan de regresar una y otra vez a lo mismo, porque más que descubrir quieren volver a sentir lo que ya sintieron (p. 77).
La dicha y el tormento de todos los amores tienen como alimento preferido las fantasías y las conjeturas (p. 86).
Yo aguanté las lágrimas con la dignidad que casi siempre da la rabia (p. 87).
No hay método para hacerse culto. Ni hay qué leer en ningún orden. Lo que hay que hacer es apasionarse por algo (p. 91).
Supe que el amor, ese sentimiento perturbador y efímero, existe básicamente para ser desahogado en cartas ardientes y sin remedio cursis, pero no hay carta de amor que no lo sea. Pero también, a veces, lo ridículo puede ser bello (p. 94).
El cuerpo era, en mi caso, un estorbo con el que debía cargar (p. 99).
un baño es un lugar que brinda las mejores condiciones para el retiro, la reflexión, la paz del espíritu (p. 106).
Como todos los seres que se creen feos o ignoran que son poseedores de cierta belleza, sucumbí al primer halago (p. 116).
los hombres se enamoran de las mujeres, y las mujeres nos enamoramos del deseo que por nosotras siente un hombre (p. 117).
no hay nada que corra más rápido que el tiempo cuando estamos en dulce compañía (p. 121).
No fui explícita, por lo menos al comienzo, sobre mi gusto por la lectura: los intelectuales inhiben, eso es lo que la vida me ha demostrado (p. 132).
La enfermedad, como la muerte, la guerra, la ruina, tiene el poder de devolver al ser humano el sentido de las proporciones. Con ella volvemos a contemplarnos como lo que en el fondo somos: un tumultuoso montón de vísceras y músculos y huesos (p. 137).
La humillación, lo supe en ese momento, se siente en todo el cuerpo (p. 141).
Era obvio que yo, que escondía con verdadera vergüenza mis poemas, no escribía como los poetas a los que se refiere Kundera, para que mi rostro fuera amado y endiosado. Lo que quería era otra cosa: amarme a mí misma mientras los escribía. Quería que mi tristeza fuera bella (p. 158).
Un suicida era para mí la quintaescencia de la belleza trágica. Aunque prefería la imagen de un cadáver desmadejado, con el rostro transparente y una ligera sonrisa, como había visto en ciertas pinturas, y no la de una chica ebria, con los ojos saltados y la pequera llena de vómito, su acción me parecía heroica, poética, misteriosa (p. 175).
Nadie se enamora de otro por lo que sabe, y ni siquiera por sus talentos (p. 185).
Comprendí que toda su rebeldía, su deseo de libertad, su infinito sentido crítico y, por consiguiente, su desacuerdo con el mundo, nacían de su contacto con los libros (p. 196).
El prestigio de la belleza
Piedad Bonnett
Penguin Random House. De bolsillo
2018 (primera edición 2010)
Bogotá
204 páginas
Piedad Bonnett
Penguin Random House. De bolsillo
2018 (primera edición 2010)
Bogotá
204 páginas