El 2% de la población mundial padece de "The Hum", un zumbido que suena como a un avión muy alto que no termina de irse y que puede afectar a las personas de formas que van desde el insomnio hasta el suicidio.
Ese trastorno es el que padecen las mujeres de "La suma de todos los ruidos", la novela en la que Sebastián Krieger presenta un rompecabezas de tres vidas femeninas en tres momentos distintos, aunque pueden ser leídas también como la vida de una misma mujer en tres etapas diferentes.
El primer relato, que ocupa dos tercios del libro, es la historia de Ale, una motociclista que deja Rosario (Argentina) para emprender un viaje por Suramérica. En capítulos cortos y organizados de una forma que no es cronológica, se presenta una especie de "road movie", muy visual, con descripciones muy bien logradas de parajes desérticos, de ciudades como Guayaquil, Salta o Chimbote, del Chimborazo y Atacama, en las que Ale acelera su motocicleta como huyendo de sí misma, para regresar al final al mismo apartamento de sus padres y ver su imagen reflejada en la ventana.
La segunda historia es la de Rebeca, una mujer que envejece mal en un ancianato de Montreal, y la tercera es una especie de "precuela", un diario de una chica de 15 años, que se presenta con un tipo de letra juvenil, a la que sus padres le notifican que deberán mudarse a Rosario (Argentina).
Al zumbido que escuchan las tres se suma otro elemento conector: el pensamiento más o menos permanente en la posibilidad del suicidio, como válvula de escape. Pensar en el suicidio, en que es posible cometerlo, se presenta como un seguro que permite atravesar momentos difíciles. "Si todo empeora, siempre será posible suicidarse", parece pensar la protagonista.
La soledad del viaje en motocicleta por parajes desérticos y solitarios del pacífico chileno o peruano son una imagen que sintetiza esta novela: un viaje que es una introspección por la soledad del alma de mujeres que se sienten incomprendidas o que no encajan en las instituciones que, más que paredes protectoras, sienten como cárceles: la familia, el anciano, el colegio. De ahí la necesidad de huir para buscar libertad.
Con muy pocos diálogos y un narrador omnisciente que muestra a Rebeca y Ale con distancia fría, el autor construye escenografías por las que transitan mujeres que se muestran desde un observador externo. Es llamativo que salvo en la última parte, en la que aparece el diario, durante mas de 100 páginas el lector vea todo el tiempo a mujeres a las que en muy pocas ocasiones se les escucha su voz. En esa decisión estética hay también un zumbido, un enrarecimiento, una constatación.
Algunas frases
Más que el miedo a la muerte, a lo desconocido o el terror a la nada, lo que le había impedido lanzarse desde una ventana era la culpa. La vergüenza. Aunque en el fondo sabía que con eso podría vivir (p. 14).
El ronroneo, la oscilación inconfundible. Como la estela que deja un trueno pero que nunca termina de desaparecer, como la máquina lavadora detrás del muro aunque al lado no exista otro apartamento, como un tren infinito a la madrugada, un rumor lejano debajo de la almohada (p. 21).
El tiempo lo decoloraba todo, hasta el sabor de la nicotina, lástima (p. 25).
si querías ofender de verdad a alguien, el gentilicio debía acompañar el insulto. No importa si el fulano compartía tus genes y había nacido y crecido junto a ti. Por ejemplo: boliguayo huevón, colombiano malparido, brasuca hijodeputa, rata veneca, etcétera. Seguro los políticos y el fútbol eran los responsables de tanto odio, porque los individuos compartían más o menos la misma historia, la misma religión, el mismo idioma y hasta la misma pobreza. Ah, y todos coincidían en culpar siempre al otro de sus propias carencias (p. 37).
¿Cobardía o valentía? Un debate entre suicidas resultaría empatado siempre: todos igual de triunfadores e igual de vencidos (p. 42).
El peor día en moto es mejor que el mejor día en la oficina (p. 42).
Entendía a la perfección que era una carencia absoluta de sentido molerse los huesos y el cerebro para luego quedar sin tiempo para el deleite; o peor, para morir y dejar una fortuna que otros se peleen, roben o malgasten (p. 46).
Terminar el viaje era dejar de existir. Y no sabía cómo más prolongar su agonía (p. 50).
Se preguntaría qué era lo más raro que le había ocurrido en la vida. Que de todas las mamás del mundo me hubiera tocado preciso la mía (p. 53).
Y fue justo cuando reconoció que se había apartado de la ansiedad, de la sensación de habitar el ojo de una tormenta que no llegaba, pero estaba cerca. Quiso prolongar el momento, respirar más hondo, relajar los hombros de nuevo, mirar al sol. Pero la culpa la había encontrado. Otra vez. La culpa de ser feliz; así fuera solo por un minuto de paz interior y un horizonte como fondo de pantalla. La felicidad era un pecado por el que tocaba sentirse culpable, así le habían enseñado a ella, a su madre, a sus abuelas y a todos sus antepasados (p. 60).
Una cosa era ser negativo, otra era ver solo el lado malo de todo, incluso de lo que era imposible que empeorara (p. 73).
¿Por qué, si se detestan, mamá y papá siguen juntos, se preguntó. ¿Por costumbre? ¿Por pereza a un largo pleito de divorcio o por miedo a quedar arruinados y encima íngrimos? ¿Por los comentarios ponsoñozos de su reducido grupo de conocidos o porque no concebían una existencia distinta? ¿Porque habían jurado en una iglesia mantenerse unidos hasta que la muerte los separe? ¿Todas o ninguna las anteriores? Sí y no. Más por cansancio que por haber encontrado una explicación satisfactoria a ese raudal de inquietudes, concluyó que era por simple adicción. Eran su droga mutua, la heroína que los consumía lento y sin la cual no tenía sentido sobrevivir. (p. 82).
Reflexiona: el asunto, además de que today nadie lee ni revistas, es que no tiene sentido el esfuerzo de escribir. Ni un solo libro, ni siquiera el propio, ni como el aporte mínimo al cementerio universal de textos que nadie leerá (p. 97).
Pero en el corazón sabe que es lo correcto, que la que se extingue es ella y no su hija, que su mayor gesto de amor es excluirla de la impotencia frente a la espiral de decadencia de la que no escapará (p. 98).
El maldito amor, la fascinante trampa de la naturaleza humana para continuarse, la paradisiaca sensación que venda el drama de existir, ese era el verdadero y maléfico verdugo. Sí, el amor es el malechor cobarde. (P. 105).
Nacer me jodió la vida (p. 107)
Este es el instante en el que lo más inteligente es resignarse, dejar de luchar, y reconocer que al final lo único seguro es que moriremos todos. Y que no quedará nada. Ni la memoria. Porque por más que nos esforcemos y queramos negarlo, el tiempo es inflexible. Como las olas indiferentes a los dibujos y castillos en la playa. No dejaremos huella (p. 109).
A él le enseñaron que los hombres no lloran, solo cuando les entra un mugre en el ojo, qué estupidez (p. 119).
Me dio un abrazo y me dijo que siempre recordara que yo misma era mi propio castigo, pero también mi propio alivio (p. 149).
La suma de todos los ruidos (The Hum)
Sebastián Krieger
Calixta Editores
Bogotá, septiembre de 2022
156 páginas
Sebastián Krieger
Calixta Editores
Bogotá, septiembre de 2022
156 páginas
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