La segunda novela de Sara Jaramillo Klinkert es muy distinta a la primera, Cómo maté a mi padre, y sin embargo guarda varios elementos en común: hay una niña narradora, un padre ausente, una finca como espacio principal de la acción y una narración que acompaña al personaje central en la transformación que implica el crecimiento y que se evidencia en la voz que cambia de registro.
Pero mientras Cómo maté a mi padre es una novela testimonial autobiográfica, Donde cantan las ballenas es una novela en la que la ficción está exacerbada: hay una vegetación exuberante, animales de todo tipo, personajes excéntricos, exagerados e inverosímiles y un conjunto de situaciones simbólicas que pertenecen al mundo de la fantasía y que se narran sin mayor justificación, tal y como Juan Gabriel Vásquez explica el concepto de realismo mágico en "El arte de la distorsión": como la narración de hechos extraordinarios sin el más mínimo asombro y, de otro lado, el enrarecimiento narrativo del relato de hechos ordinarios.
Parruca es una finca en las montañas. El narrador no entrega una ubicación precisa. Allí viven Candelaria, una niña de 12 años, su madre Teresa, y su hermanastro Tobías, mayor que ella. El padre los abandonó hace pocas semanas y a la casa empiezan a llegar inquilinos, cada uno más raro que el anterior: Gabi una mujer experta en venenos, que tiene una serpiente como mascota y que se intuye que es una asesina; Santoro un hombre temeroso que se entierra en huecos que él mismo cava para calmarse; Borja, un moribundo; Facundo, un hombre que busca cierto tipo de guacamaya... y así en una sucesión de personajes que le dan a la novela un toque de artificio con reglas internas propias.
Es una novela extraña, distinta por su temática y por la atmósfera que construye. Resulta de interés para quienes exploran el giro animal y el giro vegetal, porque la naturaleza "no humana" es protagonista importante del relato. También se enmarca dentro de las
Algunas frases
Crecer no es otra cosa que tomar decisiones (p. 15).
Tomar decisiones es lo que nos hace adultos, pero arrepentirse de ellas es lo que nos hace humanos (p. 15).
Los hombres a esa edad suelen ser tontos. Y la mayoría empeora con los años, lo cual es una suerte para mujeres como nosotras (p. 16).
Sonreía porque al fin había comprendido que cada cual es responsable de componer la banda sonora de su vida y que había vivido con un hombre que le impidió iniciar su propia composición (p. 29).
Gruesos goterones caían sobre las láminas de aluminio que él había instalado en el techo para darle voz a la lluvia (p. 31).
A su padre le gustaba andar liviano, porque ya estaba en esa edad en que las cosas imprescindibles de la vida no son cosas (p. 32).
Aún no sabía que a veces basta tan solo un instante para separar lo inseparable (p. 32).
Aún no sabía que a los 12 años se desean muchas cosas y casi ninguna se vuelve realidad (p. 34).
La verdadera derrota es rendirse sin siquiera hacer el intento (p. 39).
El problema de su madre era que no le ocurrían tragedias al ritmo que hubiera deseado, y por eso hacía todo un mundo hasta de las cosas más insignificantes que le pasaban (p. 45).
Nunca experimentó miedo a su lado, porque los hermanos mayores saben hacer frente a todos los peligros, de otra forma no habrían osado nacer primero (p. 62).
No supo si era la belleza la que le otorgaba seguridad o si era la seguridad la que la hacía ver bonita (p. 69).
Entendió las razones por las cuales los muertos tienen que ser enterrados o incinerados en un intento por ocultar sus despojos de la vista de los que quedan vivos. Para evitar que el recuerdo de la corrupción de la carne se aloje de forma definitiva en las pupilas y el hedor en algún lugar de la nariz (p. 73).
Uno puede vivir bajo el mismo techo o dormir en la misma cama con alguien y, aun así, sentirlo a kilómetros de distancia (p. 78).
Se preguntó si los que no cocinan son conscientes de todo el trabajo y el tiempo que hay detrás de un plato de comida. Ese día aprendió que las cosas que uno hace con sus propias manos tienen más valor (p. 83).
Uno puede huir de todo excepto de sí mismo (p. 86).
Ella nunca había visto ninguna serpiente ni ningún animal obeso, lo que la llevó a concluir que lo anterior era un problema fundamentalmente humano (p. 95).
desprovista de esa pulsión básica que invita a interesarse por nuevas cosas o a tratar de cambiar aquellas con las que no se está de acuerdo. La inercia la obligaba a desempeñar las funciones más básicas por pura resignación, porque hacía mucho tiempo había dejado de explorar en su interior esa chispa que lo hace a uno ponerse en movimiento. (P. 98).
Llevaba tanto tiempo sin hablar con nadie de las cosas que bullían en su interior que había llegado a convencerse de que no era tan necesario hacerlo, que se podía vivir sin tener que compartir los propios pensamientos. Parecía que todo el mundo andaba muy ocupado lidiando con su propia vida y con sus propias cosas. Tal vez era hora de que ella hiciera lo mismo (p. 101).
Una persona a la que le enseñan a sentirse culpable aceptaría cualquier fórmula con tal de dejar de sentirse así (p. 114).
Una mujer como ella podía llegar a hacer cualquier cosa por temeraria que fuera siempre y cuando no le arruinara el peinado (p. 120).
Hombres tan faltos de confianza en sí mismos que optan por cargar una pistola y se regocijan exhibiéndola, incluso frente a las nubes, por la sencilla razón de que no tienen nada más valioso que exhibir (p. 123).
Así como alguien llevó alguna vez el hielo a lugares incluso más remotos (p. 126).
–¿La culpa existe?
–!Mira a quién se lo preguntas! La culpa es un sentimiento que los demás nos inoculan para hacernos sentir mal.
–Entonces sí existe.
–Existe si se lo permitimos, cariño (p. 141).
Huir no es un verbo sino un estado de la mente (p. 142).
Hay una gran libertad en no sentirse importante para nadie, salvo para sí mismo (p. 143).
No hay institución más siniestra que la familia (p. 143).
En las familias se ejerce un tipo de violencia callada que casi nadie logra detectar (p. 143).
Dentro de las familias hay violencia, incluso en las palabras no dichas o en el hecho de que nos asignen un rol sin cuestionar si nos viene bien o no (p. 143).
A veces la gente más cercana es justo la que menos conocemos (p. 208).
No podía creer que tanta vida terminara reducida a semejante espacio tan diminuto (p. 229).
¿Sabes qué es lo mejor de la adolescencia? Que se acaba (p. 230).
Pocos temas generan tanta solidaridad entre las mujeres como el de una mancha roja en el lugar equivocado (p. 259).
Las madres se supone que son viejas, que sacrifican su belleza y su cuerpo por los hijos. Que son absorbidas y consumidas por ellos y que pierden su individualidad al punto de que nadie termina por saber dónde empieza el hijo y dónde acaba la madre (p. 263).
El mar era eso que su padre intentó describirle tantas veces, como si alguien pudiera cometer semejante empresa y no quedarse corto en el intento. Ahora lo veía con sus propios ojos: infinito, incansable, inmenso (p. 313).
Donde cantan las ballenas
Sara Jaramillo Klinkert
Editorial Lumen
Bogotá, 2021
333 páginas
Editorial Lumen
Bogotá, 2021
333 páginas