Niñapájaroglaciar es el relato escrito en primera persona por Mariana Matija, diseñadora visual nacida en Manizales que se dedica a trabajar en proyectos de activismo ambientalista que buscan cambiar la relación con la tierra.
Este libro está escrito con un lenguaje singular, cercano al tono de la oralidad, que seguramente otras mujeres que crecimos a finales del siglo XX en Manizales podemos sentir tan cercano que el texto nos convierte a nosotras, las lectoras, en otras niñaspájaroglaciar, en la medida en que abre los sentidos para ver, oír y apreciar la riqueza del entorno cercano.
Mariana Matija visita Islandia y descubre que en islandés muchas palabras se forman de unir dos sustantivos: el volcán que explotó allá se llama Eyjafjallajokull que significa algo así como Islamontañaglaciar, y así hay otras palabras que le permiten construir a la autora, desde el lenguaje, conceptos singulares que van desde tucuerpomicuerpo, para explicar la simbiosis con una gata, hasta Niñapájaroglaciar, el título del libro, que refleja bien el tipo de ser que ella es. Con ese lenguaje ella comunica y saca al exterior su paisaje interno, poblado de un amor expandido a múltiples formas de vida y a distintos lenguajes distintos al habla de los humanos.
Niñapájaroglaciar es un texto autobiográfico que trasciende en mucho la mera anécdota. Hay humor, hay una crítica al colegio, hay recuerdos de la infancia y la adolescencia, hay una lectura sobre lo que significa ser niña en una sociedad machista y hay, sobre todo, un duelo que no se enuncia como tal: el duelo por los animales que se extinguen, los glaciares que se derriten y el paisaje que cambia. Las montañas que se pueblan de árboles de aguacate, en fila y uniformados como si estuvieran en un colegio. Un duelo que duele, por sentir que el paisaje amado muere y que los humanos siguen siendo incapaces de entender que son un animal más. El animal más destructor.
Algunos subrayados
Mi corazón se convirtió fugazmente en pájaro y se reconoció en otro pájaro y no quiero que esa sensación se me olvide (p. 10).
Llegaron a mi vida inesperadamente y, como todas las cosas bellas, trajeron un nuevo vacío, el que me quedaba en el corazón y en el estómago cuando íbamos a la cabaña (p. 12).
Cuando volví a Manizales y oí un afrechero me sentí en casa. Mi casa es la sensación que me aparece en el cuerpo al oír el canto de los afrecheros (p. 16).
no recuerdo cómo eran los nevados cuando estaba chiquita, aunque recuerdo haberlos mirado mucho. Pero sí sé cómo son ahora y puedo compararlos con fotos tomadas antes de que yo naciera y darme cuenta de cuánto han cambiado sus glaciares. Tampoco recuerdo cómo eran los cerros que rodean a los nevados, pero me imagino que estaban menos pelados que ahora. Me gustaría recordar. Me gustaría tener fotos. Me gustaría haber tenido la lucidez para hacer un registro de los nevados y los cerros que los rodean, para poder saber cómo se han transformado (p. 18).
Están en el mismo lugar pero no siguen siendo los mismos y no todo está bien. Los glaciares están subiendo, buscando pisos térmicos más fríos que no existen. Están deshaciéndose, chorreándose en riachuelos que son tragados por la vegetación esponjosa y las lagunas del páramo. El páramo, por lo tanto, tampoco es el mismo: está tragándose a los glaciares porque no le queda más remedio, y después los deja seguir chorreando hacia abajo ya convertidos en agua que no volverá a ser hielo, o por lo menos no de ese glaciar. Tal vez llegará a una bocatoma y pasará por un tubo y llegará a un grifo de un lavaplatos en una casa en la que se convertirá en hielo de cubeta para echarle a una cocacola que será bebida por alguien que no sabe que su hielo está hecho con agua de un glaciar en extinción (p. 19).
La memoria siempre es creativa, pero unas veces más que otras. Recuerda, sí, pero también inventa y hace collages mezclando cosas que sí pasaron y que se vivieron en primera persona, cosas que sí pasaron y que llegaron a través de la experiencia de otra persona, y cosas que no pasaron pero hacen que la historia sea más interesante o más digerible o más tolerable. Y la memoria, claro, también olvida (p. 23).
no hay malestares o bienestares, sino solo estares que a veces se sienten bien y a veces no tanto (p. 36).
No sabía que ser niña implicaba tener un límite, un borde (p. 45).
Descubrí que unas palabras mal escogidas podían matar lo que amo (p. 50).
Yo no quería correr para darle vueltas a la misma cancha ni jugar los mismos partidos obligados de baloncesto ni darme golpes en los antebrazos con los balones de voleibol que parecían de piedra ni nada de lo que nos ponían a hacer para castigarnos por el pecado horrible de ser cuerpos, de ser niñas y cuerpos en un mundo que no nos veía como animales sino como máquinas que transportan mente (p. 53).
El colegio era el lugar en el que me tenía que vestir y comportar igual que todo el mundo, en el que tenía que pensar en cómo sentarme porque tenía falda todo el tiempo y entonces se me veían los calzones, en el que no me podía subir a los árboles ni rodar por la manga ni correr con las perras. Era el lugar en el que si me reía mucho me ganaba un regaño. Si hablaba mucho me ganaba un regaño. Si dibujaba mucho me ganaba un regaño. Era la feria del regaño (p. 56).
en esa temporada en la que el foco de mi atención se hizo más y más pequeño, hasta que parecía que solo cabían mis propios inflamados dramas, cuando pensaba que iba a descubrir quién era yo metida en un salón de espejos, mirándome a mí misma y a otros que se me parecieran, mirándome el ombligo sin verlo (p. 64).
Hay gente que piensa que llorar por la muerte de un perro amado es una exageración, pero es porque nunca han amado a un perro, así que en sus vidas no cabe el vacío de esa ausencia. Para que haya espacio para ese vacío la vida se les tendría que haber expandido antes lo suficiente para contener todo ese amor (p. 66).
Y cuando se acababan las vacaciones -o al menos la parte de las vacaciones que pasaba en la cabaña 4- y volvíamos por esa misma carretera hacia Manizales, me quedaba mirando los bordes negros de esos árboles en contraluz en un fondo de atardecer de muchos colores, y sentía esa mezcla entre tristeza y alegría que suele aparecer en el paisaje interno cuando uno se despide de un paseo y vuelve a la casa (p. 133).
Hasta llegar a Bogotá que también está arriba y por eso también es fría, aunque es un frío que siempre sentí muy diferente al de Manizales, más seco, con menos nubes, sin miradas directas de glaciar (p. 138).
no recuerdo haberme sentido orgullosa de haber nacido en Manizales. Tampoco me avergonzaba, sencillamente no pensaba que haber nacido en una ciudad particular pudiera decir algo importante sobre mí o pudiera tener algo que ver con quién soy (p. 140).
Manizales va a cambiar un montón cuando se termine de morir el glaciar del Poleka Kasué. Va a cambiar mucho más de lo que podemos percibir, más de lo que muchos humanos están dispuestos a reconocer. El cambio no va a ser simplemente que se deje de ver la cubierta blanca de una montaña, porque cuando se extingue un glaciar no solo se extingue ese glaciar, sino que con él se extinguen todas sus relaciones: aparecen dolores de ausencia en los paisajes internos de todos los seres que lo han amado y se extingue su propio paisaje interno. Se extinguen las conversaciones que surgen entre su brillo blanco y el de las nubes que le pasan por encima, las cartas subterráneas que le escriben sus aguas derretidas a las raíces de las plantas paramunas, se extinguen familias de rocas que se mantienen juntas bajo su peso, se extinguen las caricias específicas que el viento tiene para las formas de ese hielo, se extinguen los caminitos que ha aprendido a horadar el agua, se extinguen las canciones que canta con aire frío y que escuchamos con la piel los animales que vivimos bajo su mirada (p. 143).
Me encerré para protegerme de la tristeza y no me di cuenta de que me metí en una jaula (p. 151).
El volcán está activo. Echa fumarolas, echa cenizas, tiembla. Tiene hielo arriba y fuego adentro. Es un borde. Un fin del mundo. Estoy suficientemente lejos para que parezca que lo único que pasa es lo grande, pero cada vez que miro procuro recordar que allá siempre está pasando también lo pequeño. Aunque yo no los alcance a ver desde aquí, allá hay conejos de páramo corriendo y escondiéndose entre los matorrales, hay pájaros haciendo nidos en las ramas de los arbustos, hay bichos escarbando la tierra y abriendo madrigueras para poner huevos, hay lluvia cayendo y rodando por los pelos de las orejas de los frailejones y por los pelos de las orejas de las vacas, hay plantas pequeñísimas haciendo hojas nuevas, hay conversaciones entre todos los animales, entre la fumarola y el aire, entre la ceniza y el hielo. Afilo los oídos para escuchar esas conversaciones pequeñas. Me dicen que la Tierra habla por arriba, por abajo, por la mitad. Habla en voces de hace millones de años. Algunas desaparecieron y ya no se oyen. Otras han cambiado tanto que parece que ya no son ellas pero todavía no se han ido (p. 189).
Niñapajaroglaciar
Mariana Matija
Editorial Rey Naranjo
Bogotá
2023
192 páginas
Mariana Matija
Editorial Rey Naranjo
Bogotá
2023
192 páginas
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