lunes, 9 de marzo de 2015

Diario de invierno, de Paul Auster

El entrañable libro de Piedad Bonnett, Lo que no tiene nombre, tiene como epígrafe el párrafo con el que Paul Auster abre su Diario de invierno: "Piensas que nunca te va a pasar, imposible que te suceda a ti, que eres la única persona del mundo a quien jamás ocurrirán esas cosas, y entonces, una por una, empiezan a pasarte todas, igual que le suceden a cualquier otro".

Así empieza Paul Auster a narrar su vida, en segunda persona, y en el desorden propio que toman los recuerdos que van y vienen en su memoria. No se trata de una autobiografía lineal que comienza cuando Auster nace en New Jersey, sino que es el "inventario de cicatrices" físicas y del alma, contadas a partir de saltos temporales, en una estructura narrativa en la que apenas dos o tres líneas en blanco sirven para separar una idea de otra. No hay capítulos ni secciones: se trata de un relato continuo hasta la última línea.

Que Paul Auster sea un escritor conocido y exitoso es un accidente en este libro. Su quehacer narrativo es prácticamente invisible en el texto. Quien busque Diario de invierno para encontrar la biografía en la que Auster revele sus métodos de escritura, sus influencias, lecturas, sus intereses creativos, pierde su tiempo. Acá se menciona que es escritor como pudo haber sido cualquier otra cosa, bombero o profesor... la vida de escritor no es lo importante. Lo que importa en este libro es su familia, su infancia, sus padres divorciados, su origen judío, la historia de su abuela que mató a su abuelo, los 21 sitios en los que ha vivido, sus angustias, miedos, alegrías y tristezas. La descripción de actos cotidianos simples, comunes a cualquier otra persona. Se trata, entonces, de la autobiografía íntima y sensible de un hombre corriente, que sabe que está empezando el invierno de su vida.

Además de Auster, el libro tiene un coprotagonista: las calles de Nueva York. Auster se ve a si mismo como una persona que camina y camina y camina, y su relato nos lleva desde el Upper East Side de Manhattan hasta Brooklyn, en una profusa y vívida descripción de ambientes y espacios alejados de los reflectores turísticos de la "Gran Manzana". La NY que aparece en Diario de invierno no es la de Times Square o el Central Park. Es la de apartamentos pequeños, fríos y costosos, o la de viviendas con problemas de chinches o de techos a punto de desplomarse. La Quinta Avenida no pasa por estas páginas.

Dedica pocas páginas a su actual esposa, su hijo y su hija. En cambio dedica buen espacio para rememorar a sus padres y su primera esposa. La escritura como ejercicio para mantener vivos momentos idos, parece estar detrás de ese aparente "desequilibrio" en el espacio dedicado a unos y otros.

Diario de invierno es una joya que a partir de anécdotas, enumeraciones y recuerdos, muestra que la juventud, la vitalidad y la energía se van agotando: Piensas que nunca te va a pasar, imposible que te suceda a ti, pero a todos nos pasa.

Algunas frases:
Piensas que nunca te va a pasar, imposible que te suceda a ti, que eres la única persona del mundo a quien jamás ocurrirán esas cosas, y entonces, una por una, empiezan a pasarte todas, igual que le suceden a cualquier otro.

Placeres sexuales antes que nada, pero también el placer de la comida y la bebida, el de reposar desnudo en un baño caliente, de rascarse un picor, de estornudar y peerse, de quedarse una hora más en la cama, de volver la cara hacia el sol en una templada tarde a finales de primavera o principios de verano y sentir el calor que se difunde por la piel. 

Qué hombre tan maravilloso sería tu padre... con que sólo fuera de otra manera

y ahí es donde comienza la historia, en tu cuerpo, en donde todo terminará también.

conduce a la defensiva; procede en el supuesto de que todos los que están en la carretera están locos y son idiotas; no des nada por sentado.

sobre todo la sensación de las aceras, porque así es como te ves a ti mismo siempre que te paras a pensar quién eres: un hombre que camina, un hombre que se ha pasado la vida andando por las calles de la ciudad.

decidiste que si ibas a vivir en una ciudad, tenía que ser colosal, la más grande, la que significaba que eras capaz de adoptar los extremos del más remoto enclave rural y el inmenso ámbito urbano, cosas ambas que te parecían inextinguibles, pero las ciudades medianas y pequeñas se agotaban demasiado pronto, y en el fondo te dejaban frío. Así que volviste a Nueva York.

Entorno espartano, sí, pero el ambiente nunca había tenido importancia en cuanto al trabajo se refería, pues el único espacio que ocupas al escribir tus libros es la página que tienes delante de la nariz, y el cuarto en el que estás sentado, las diversas habitaciones en que te has sentado en estos cuarenta años largos, te resultan invisibles cuando mueves la pluma a través de la página del cuaderno o transcribes a máquina lo que has escrito, con la misma máquina que utilizas desde que volviste de Francia en 1974, una Olympia portátil que compraste de segunda mano a un amigo por cuarenta dólares; una reliquia que sigue funcionando.

una forma de eliminar el asunto de la raza, a tu juicio un falso problema que sólo puede traer deshonor a la persona que lo saque a relucir, y por tanto ha decidido conscientemente ser todo el mundo, aceptar a todos los que llevas en tu interior. 

¿Cómo es posible, te preguntas, que alguien parlotee tan deprisa como ella? Es como si se hubiera entrenado para no respirar mientras habla, soltando a borbotones párrafos enteros en una sola espiración ininterrumpida, largos y violentos flujos de verborrea sin puntuación ni necesidad de detenerse a tomar aire de vez en cuando. Debe de tener unos pulmones enormes, supones, los pulmones más grandes del mundo, y menuda tenacidad, qué obsesión tan vehemente por decir la última palabra sobre cada cuestión.

Se te humedecen los ojos al ver ciertas películas, te han caído lágrimas en las páginas de muchos libros, has llorado en momentos de inmensa tristeza personal, pero la muerte te desconecta y paraliza, secuestrándote toda emoción, todo cariño, todo contacto con tu propio corazón. Desde el principio mismo, te has quedado muerto frente a la muerte. 

aunque no fuese la mujer más bella del mundo, se comportaba como si lo fuera, y una mujer capaz de lograr eso hacía inevitablemente que la gente se volviera a mirarla.

En otras palabras, miedo a la muerte, que en el fondo no es probablemente distinto de decir: miedo a vivir.

Todos somos extraños para nosotros mismos, y si tenemos alguna sensación de quiénes somos, es sólo porque vivimos dentro de la mirada de los demás. 

(Ya no lees artículos sobre ti, ni tampoco críticas de tus libros, pero eso era entonces, y aún no sabías que ignorar lo que la dice la gente es beneficioso para la salud mental de un escritor.)

por no mencionar el cine basura que estamos realizando, la comida basura que estamos comiendo, los pensamientos basura que estamos cultivando.

Una noche te encuentras con una desconocida y te enamoras de ella; y ella de ti. No lo mereces, pero tampoco lo desmereces. Simplemente ocurrió, y nada puede explicarlo salvo la buena suerte.

El helado era el tabaco de tu infancia, la adicción que sigilosamente se introdujo en tu espíritu y te sedujo de forma incesante con sus encantos.

La inteligencia es una cualidad humana que no admite falsificaciones.

Hay que morir inspirando amor (si se puede): Joubert.

sólo puedes concluir que cada vida está marcada por una serie de accidentes fallidos, que todo aquel que haya llegado a tu edad ha eludido una serie de posibles muertes absurdas y sin sentido.

Escribir es una forma menor de la danza.

Te preguntas: ¿Cuántas mañanas quedan?
Se ha cerrado una puerta. Otra se ha abierto.
Has entrado en el invierno de tu vida.


Diario de invierno
Paul Auster
Barcelona
Seix Barral, 2012
223 páginas

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