En apenas 136 páginas, con letra grande y capítulos cortos que dejan en el libro muchos espacios en blanco, el español Rafael Chirbes construye en "La buena letra" una obra maestra, llena de melancolía y belleza, en la que lo que se insinúa es mucho más potente que lo que se muestra: Chirbes escribe una novela a partir de los silencios.
Al igual que Aura, de Carlos Fuentes, La buena letra es una novela narrada en esa forma extraña de la segunda persona del singular. Ana reconstruye su vida, o mejor, la vida al lado de su marido Tomás y la vida de la familia de éste, y hace el ejercicio de narrarla para contársela a su hijo, aunque en algún a parte dice que en realidad se la cuenta a sí misma.
Ana habla poco de su familia, pero mucho de la de Tomás y, sobre todo, de Antonio, su cuñado, hermano de Tomás, quien estuvo preso durante la Guerra Civil y al recuperar la libertad llega a vivir con ellos, en una casa habitada por el miedo de ser rojos en medio de falangistas. En un ambiente de miseria, precariedad e incertidumbre, lentamente la familia recupera lentamente el ritmo vital e incluso Antonio vuelve a salir, a relacionarse, y se casa con Isabel. La relación entre las cuñadas Ana e Isabel marca el conflicto de La buena letra.
Las diferencias de clases sociales, el arribismo, la fractura social que implica ser analfabeta, el matrimonio que se resquebraja y la vejez acompañada únicamente por la soledad de los recuerdos son algunos de los temas que atraviesan esta novela breve, escrita con un lenguaje claro y a la vez cargado de simbolismo, que obliga al lector a pensar en todo lo que el relato está dejando por fuera.
Algunas frases
No es misión del tiempo corregir injusticias, sino más bien hacerlas más profundas (p. 10).
Se trata, en su mayoría, de nombres que a ti nada te dicen y que sólo de vez en cuando has tenido ocasión de escuchar. Fueron mi vida. Gente a la que quise. Cada una de sus ausencias me ha llenado de sufrimiento y me ha quitado ganas de vivir (p. 21).
Ni la muerte ni el miedo son limpios (p. 24).
más que maldad, lo que tenía, lo que tuvo siempre, fue soledad (p. 39).
Los pobres seguimos siendo pobres aunque nos hagamos con dinero (p. 42).
Empujábamos, ciegos y mudos, buscando sobrevivir, y a pesar de que nos dábamos todo unos a otros, era como si sólo el egoismo nos moviese. Ese egoismo se llamaba miseria. La necesidad no dejaba ningún resquicio para los sentimientos. Lo veíamos a nuestro alrededor (p. 49).
recordaba las viejas canciones, no con desesperación, sino con una tristeza suave, la del tiempo ido; y los recuerdos no me mordían, sino que me calentaban y me humedecían los ojos con dulzura (p. 53).
Hay palabras que son de un vidrio tan delicado que si uno las usa una sola vez, se rompen y vierten su contenido y manchan (p. 68).
Yo sólo sabía que no puede nombrarse lo que no existe. Y nada existía: sólo una certeza resbaladiza como un caracol, un aceite que se escapaba entre los dedos y dejaba manchas (p. 79).
A tu hermana y a mí nos salvaba el cine de los domingos. Llorábamos con lo que les pasaba a los artistas del cine, y así ya no teníamos que llorar en casa (p. 82).
Yo me decía que ahora no nos faltaba nada, pero ya había aprendido a desconfiar de la felicidad, que siempre se nos acababa escapando, y pensaba con frecuencia en qué iba a ser lo que viniera a romper el equilibrio de nuestras vidas, y sentía una enorme tristeza (p. 85).
Por la tarde se sentaba a escribir cartas, y también unos cuadernos en los que anotaba -según ella misma me contó- canto le ocurría a lo largo del día. "Pero si, por suerte, no nos pasa nada", le decía yo, "¿de dónde puedes sacar tema para pasarte tanto tiempo escribiendo?" Nos reíamos las dos. (p. 89).
En cuanto las cosas se quedaban atrás, dejaban de ser verdad o mentira y se convertían sólo en confusos restos a merced de la memoria. No había nada que salvar. El tiempo lo deshacía todo, lo convertía en polvo, y luego soplaba el viento y se llevaba ese polvo (p. 103).
Ahora no era suficiente la compasión, la entrega. La vida nos exigía algo más: otra cosa que no habíamos imaginado que iba a hacernos falta y que intuíamos que tenía que estar en algún lugar de nosotros mismos, pero que no sabíamos cuál era. Nos faltaba el plano que nos llevase hasta ese lugar secreto. Y vagábamos perdidos, sin encotnrarlo (p. 105).
La buena letra es el disfraz de las mentiras (p. 133).
esta casa llena de goteras, con habitaciones que nada más abor para limpiar, y poblada de recuerdos que me persiguen (según vosotros), aunque yo sepa que también me identifican (p. 134).
La buena letra
Rafael Chirbes
Editorial Anagrama, 2013 (primera edición 1992)
Barcelona
136 páginas
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