sábado, 30 de julio de 2011

Ese silencio, de Roberto Burgos Cantor

Recuerdo de nuevo a Carlos Fuentes cuando define la literatura como una amalgama de imaginación y lenguaje. Lo cité en este club luego de leer El sonido y la furia, de Faulkner, y lo traigo a cuento ahora que les comparto mis impresiones sobre Ese silencio, novela de Roberto Burgos Cantor, cartagenero muy nombrado últimamente por otra novela, La ceiba de la memoria, mucho más larga y que no he leído.

Es eso, imaginación y lenguaje, sobre todo lenguaje, lo que es Ese silencio. Y, queriendo ser más meticuloso, diría que la esencia de su forma de contar está en las descripciones de un paisaje caribeño que pasa de las maravillas de la playa con el sol sobre el mar, los lampos, los cardúmenes y las dunas, a la miseria de las casas y de las condiciones en que viven los habitantes de pequeños pueblos costeños.

Fue un libro prestado, y para recomendárselos solo quiero expresar que he hecho un muy bello descubrimiento. Les dejo las frases, que son parrafadas repletas de música.



…le confió que cuando atendía a las parturientas en los rancheríos y las ayudaba y se le pegaba en las manos el sudor frío de la fiebre y prefería no mirar el rostro lívido sin la menor significación de alegría, de protesta, de calamidad o de agradecimiento, y el olor fuerte de entrepierna apenas soltaba una hedentina desvaída con su aroma de lástima y el manantial era un agua mezquina sin torrentes, y debajo de las camisolas remendadas con el tono blancuzco de la decoloración, la sombra perdida del par de tetas de las que apenas quedaban unas esmirriadas bolsitas de miseria con migas agrias, entonces se preguntaba, aturdido, si tenían algún sentido esos nacimientos que poblaban estas regiones porque eran cantidades que seguían siendo multitudes con los pocos sobrevivientes que se levantaban lamiendo tierra y chupando lombrices.

…nunca encontraba el momento o el motivo por el que esas gentes por el que esas gentes habían conocido la esperanza o tenido un sueño, por confuso que fuera, de que la vida podía ser algo distinto de estos peladeros solitarios donde a veces saltaba un conejo, o corría un venado, o se detenía una guartinaja, y de cuya tierra pedregosa, arrasada por lo aguaceros y pulverizada por los veranos, arrancaban tubérculos, salvaban semillas y frutas de las rastreras calcinadas, y recogían un maíz estropeado de granos raquíticos y desiguales.

Pero apenas hoy, médico, comienzo a saber de mí y de ti. Apenas hoy. Apenas. ¿Tendrá algún sentido conocer cuando ya lo único que se desilusiona o se enriquece son los sentimientos íntimos, los callados por años, los míos sin ti? ¿Tendrá?

Esa mano de esa vez en el bullerengue con las cantadoras era la mano del mejor partero de por aquí, las manos que no espantan la vida que viene por allí canal de entrepierna y da confianza de que la vida es apenas una ternura, un refugio de manos delicadas que acarician y protegen.

…en la primera gritería de tu llegada, lagartija babosa, cuando aún no tenías nombre y tu madre se enterraba las uñas en las palmas y aceptaba que ese dolor es la muerte misma, el entregarse a lo que sea, ahí te susurré al oído, después de la palmada, con tu piel amoratada, que dejaras de berrear, que la vida es bella, que la vida es irrepetible.

La memoria de Escolástica carece de ansiedades. Ella vive lo que vive sin avaricias. Acepta que el presente está hecho de fragmentos de fugacidad y lo que le corresponde es agotarlos uno tras otro, sin detenerse. La vida no es para recordar, dijo un día de lluvias frente al espejo del tocador, y se ajustó el peine de carey con el que se sostenía la cabellera por hacer algo frente al espejo y así evitar la inmovilidad.

Te fastidiaban las mentiras caritativas de los curas, sus interesadas ofertas de una vida que no vemos ni compartimos, esa propuesta entre aceptada sumisión y esperanza que no resuelve ausencias ni interrumpidas aventuras de la vida colectiva, ni el entendimiento conforme de la comunidad.

Dejaba a un lado sus convicciones, de las cuales pensaba que no eran más que pensamientos para asumir las dificultades de la vida.

Admitió, ya sin extrañeza, que las decisiones del azar de la vida proponían un presente sin regreso, en el cual los arrepentimientos o las recriminaciones solo servirían para estropearlo, para detener su porvenir, ahora tímido y tierno y feliz.

El tiempo del amor no tiene días ni transcurrir. Su reloj carece de horas, agregó, y el calendario es blanco, sin días ni meses ni años, sin paisajes ni cálculos lunares ni estallidos de sol, ni días de pesca y menos el nombre del beato Sebastiano.

Dormitaron un rato en el sopor callado, en la apariencia de inmovilidad del cielo y del mar sin horizontes, en ese mundo que de repente mostraba su sustancia de tiempo, tiempo eterno, instante de los instantes sin reloj, podredumbre del pasado, abolición del porvenir, esplendor del presente, sol que se interna en las entrañas y muestra todo en un segundo insoportable y perdía el espacio y sus orillas.

…se puso a pensar si el pasado era un bloque inmodificable y usado de la vida o un montón de enigmas que enturbian el presente y despojan de fuerza y ambición los deseos del porvenir.

En su mente y en su risa y en sus sentimientos siguió: saca tu lengua de entrepierna, tu lengua cautiva y temerosa, saca tu lengua de fuego erecto, saca tu lengua escupidora y entráñate en mí, que escupa en mi interior, que ejerza su poder y me confíe su debilidad. Aquí te recibo, lengua de palabras, sin ruido, para que fundemos, con tu lengua y su saliva que recibe de la mía, una lengua nueva. Entra.

Ascanio no sufrió por la imposibilidad de entender a esa mujer que le cupo en suerte. Nunca se sintió inferior a ella. Comprendió que eran distintos. Y se enamoró de esa indiferencia.

…la escritura da cuenta y compromete, pinta la huella y muestra a los que  vienen cómo se habitó; los saluda, ofrece excusas, enseña lo precario del presente. Grito de silencio que perdura.

Cada vez que atendió a los pacientes en Puerto y los alrededores se volcó a enseñarles el mínimo de la vida hasta que se dio cuenta, y aceptó, de que la vida allí carecía de mínimo, que apenas consistía en un arañar restos y sobras desconocidas que en lugar de acrecentar se disminuían, dejando a los que venían con menos.

Ese silencio
Roberto Burgos Cantor
Editorial Seix Barral
161 páginas
2010

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