sábado, 29 de agosto de 2020

La hora gris, de Eduardo Otálora Marulanda


Aunque normalmente leo a buen ritmo, necesité 10 días para poder terminar las 112 páginas de La hora gris, la obra con la que Eduardo Otálora Marulanda ganó en 2019 el Premio Nacional de Novela Ciudad de Bogotá.


No es, ni mucho menos, una novela lenta de esas que aburre y por eso se abandona. Tampoco es una novela de lenguaje difícil o farragoso, que exija demasiada concentración, o suspender la lectura para consultar el diccionario. La narración es vertiginosa, el lenguaje es claro y, sin embargo, creo que es imposible hacer inmersión profunda en el texto, leer con concentración y agotarlo en una sola sentada. Es una obra apocalíptica que perturba, entristece, aterra e incomoda. Hay que suspender la lectura para poder tomar aire. Hay que detenerse para evitar la náusea.

La novela está dividida en tres partes y en cada una de ellas el narrador es un niño. Cada capítulo funciona también como un cuento independiente y en ese orden de ideas eventualmente podría leerse en cualquier orden, aunque la secuencia cronológica es la que trae el libro. El primer capítulo se titula Figus y cuenta la historia de Ever y su familia, que huyen de su finca en la montaña por una enfermedad que se origina en la contaminación del agua. El segundo capítulo es Erián, una niña que vive confinada en una torre, en donde los sobrevivientes se protegen del mundo exterior. El último es Tata, que cuenta su historia como confinado en una cueva, en compañía de un anciano.

Solo el primer capítulo ofrece una geografía y un contexto que podría parecerse a la Colombia actual. Los otros dos relatos se ubican en tiempos y espacios apocalípticos y enrarecidos, en los que la condición límite a la que llega la raza humana obliga a replantear no sólo las relaciones y los ritos, sino también la corporeidad.

La degradación que narra La hora gris es una enorme metáfora que ofrece múltiples lecturas sobre la enfermedad, la ciencia, el concepto de progreso, la alienación, la incomunicación y el miedo al otro. Las narración avanza en caída libre: el color y la luz de las primeras páginas se esfuman con el amor. La necesidad de hacer parte del engranaje de la "gran máquina" (¿la sociedad? ¿el mercado? ¿la familia?) hace que los seres vivos se deshumanicen y renuncien a partes esenciales de su ser para poder encajar. El respeto por las normas, los rituales y los roles surge como una constante que da sentido a la comunidad, incluso en las situaciones más extremas. La sexualidad, despojada de cualquier posibilidad de ternura o afecto y ligada solo a la necesidad fisiológica o reproductiva, se revela con trastornadora violencia.

Hacer 350 años escribió Spinoza en su Ética demostrada según el orden geométrico que "nadie hasta ahora ha determinado lo que puede un cuerpo". El propósito de Eduardo Otálora con esta novela parece ser el de intentar ahondar en ese interrogante: ¿De qué es capaz un cuerpo? ¿Como se deshumaniza un cuerpo? ¿Cuáles son los límites del cuerpo? La corporeidad humana aparece en esta novela con todos sus detalles: el inventario de componentes corporales se ofrece de manera desagregada, como si cada uno de ellos tuviera que justificar su propia presencia. La piel, los brazos, las piernas, los ojos, las axilas, la sangre, los órganos, los fluidos, los olores, el sudor, el hambre, la sed, el cansancio, la sangre y los huesos tienen participación específica y autónoma en la narración.


En el último capítulo, cuando se cuenta que es costumbre cortarle la lengua a los que empiezan a gatear para evitar que hablen, recordé otra novela corta de Otálora, Dónde habitan las palabras, en la que se cuenta una historia completamente distinta en tono, tema y personajes, pero que también presenta una reflexión sobre el silencio y la incomunicación humanas.

Es frecuente relacionar la voz de los niños con alegría, risas, juego, ternura, y también con la ilusión que ofrecen sobre el futuro. El título de la novela se explica desde su epígrafe, con una cita de Tomas Whithhen: "se conoce como hora gris a ese período del día en que los recién nacidos manifiestan una incomodidad injustificada". Las voces de los tres niños, Ever, Erián y Tata, narran con miedo, tristeza e ingenuidad un mundo despojado de juegos, alegría e ilusión. Un mundo duro, en el que la hora gris parece prolongarse de manera indefinida, y uno como lector, al cerrar las páginas del libro, descubre también una incomodidad injustificada al mirar sus manos, sus pies, y recordar que todavía sale agua de la llave y hay comida en la nevera.


Algunas frases

Me provocaba tener el poder de quedarme muerto con solo cerrar los ojos, así que los cerré. Pero no me morí, solo me quedé dormido otra vez (p. 26).


Ese día caminamos hasta que se hizo de noche sin encontrarnos con nadie, ni siquiera con los muertos. (p. 37).


Si no nos seleccionan y terminamos convertidas en harina tenemos que sentirnos honradas, porque así hacemos de la torre un lugar mejor (p. 48).


“No hace falta que me abraces, porque todos estamos en el abrazo universal”.


La gran máquina huele horrible (p. 80).


Les cortaban las lenguas recién los cazaban para que no hablaran entre ellos, no nos gritaran a los como-nosotros y además nos cogieran miedo (p. 86).


Se dieron cuenta de que estar vivos era el verdadero castigo (p. 91).


Los como-nosotros estamos envenenados y por eso no nos morimos sino que nos vamos pudriendo poco a poco (p. 92).


Entendió que el hambre también era un regalo de los dioses, porque le daba la fuerza no sólo para buscar sino también para cazar (p. 92).


Las tradiciones eran muy importantes para los como-nosotros porque hacían que todo funcionara en la isla (p. 99).


Debes respetar las normas porque sin normas no hay vida (p. 100).



La hora gris

Eduardo Otálora Marulanda

Fondo de Cultura Económica

Bogotá, 2020

112 páginas


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