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jueves, 27 de abril de 2023

Al oído de la cordillera, de Ignacio Piedrahíta

Al oído de la cordillera es un hermoso libro de viaje, escrito con un lenguaje poético, preciso y reposado, con palabras que permiten ver las distintas geografías que visita el narrador durante su recorrido desde el suroeste antioqueño, en la carretera que bordea el Río Cauca a la altura de Marmato, hasta Ushuaia, en la punta sur del continente.

El libro tiene algunos pasajes que coquetean con la novela, algunos personajes que acompañan momentáneamente al portagonista en su viaje solitario, pero esos figurantes son secundarios: sólo sirven para develar esa voz del narrador sin nombre, que se parece al geólogo escritor, y es a través de sus ojos, sus intereses y su saber que el lector ve belleza en las rocas corrientes y disfruta el paisaje verde de Colombia, la explosión de un volcán en Ecuador, el oasis de la Huacachina, en Perú, y las formaciones geológicas únicas al norte de Argentina, hasta llegar al Perito Moreno y descender hasta el estrecho de Beagle. 

Al oído de la cordillera es un libro poético en cuanto ejercicio de contemplación y deslumbramiento con la belleza. Se trata de una obra corta en la que en apariencia no pasa nada, o al menos nada distinto a un viajero que mira y cuenta lo que ve, que son espacios casi deshabitados o con poca interacción con los locales y con vidas lentas. Lo que importan son las rocas, las montañas, los fósiles y las formaciones geológicas que se cuentan en miles y millones de años, pero no como aparecerían en un atlas o en un libro de geografía, sino como las observa y siente un artista: ese paisaje bello, imponente y cambiante habla también del ser humano y sus transformaciones, sus erupciones y sus sedimentos. 


Algunos subrayados 

"Stock de Marmato". El término stock se refiere a un gran cuerpo de roca ígnea, y Marmato no es más que una población asentada en sus laderas, un asentamiento de mineros que durante siglos han buscado el oro alojado en las entrañas de la la montaña, en sus venas (p. 17).

Sé que esas muestras de erudición no son otra cosa que una carencia de recursos para ocultar de otra manera mi encanto por su silenciosa compañía (p. 18).

Me siento tentado a decirle que sigamos juntos, que no vale la pena separarnos tan pronto. Pero me detengo tal vez no haya cabida sino para ese momento, porque el viaje quizás sea precisamente eso: los encuentros, la vida segmentada que nos 
llega de repente y que, como un torrente sobre la arena, agita nuestro corazón. Ella debe irse tal como llegó, volando como atrapada por un sueño (p. 21).

La enormidad es a menudo invisible cuando se la tiene muy cerca, el volcán parece haberse propuesto reivindicar esa verdad a costa mía (p. 31). 

Es curioso que un volcán, que parece tan dueño de sí mismo, tenga también que someterse a las leyes de la vejez y de la inutilidad. En su juventud están plenos de materia incandescente que expulsan como si obedecieran a su propia y ostentosa iniciativa, pero después adquieren la apariencia de a maquinaria desechada y obsoleta (p. 31).

El hombre halla propicio vivir a los pies de los cráteres, pues la tierra que estos castigan hoy, mañana amanece fértil (p. 32).

Despojado del anhelo de una visión pretendidamente espectacular, comienzo a sentir que la fuerza del, volcán se halla justo bajo mis pies (p. 33).

El cráter del Pichincha, al igual que el de la mayoría de los volcanes andinos, es rebelde y tumultuosos para desgracia de los pueblos aledaños (p. 33). 

el volcán es en sí mismo una ventana al interior de la tierra, cuya misión no es la de castigar a los hombres ino la de proporcionar una salida al calor contenido en las profundidades (p. 36).

Dicha ceniza, sin embargo, no parece estar siendo expulsada, sino tranquilamente exhalada. El interior de la tierra fuma para mí en lo alto de la cordilelra (p. 40). 

el volcán es un cuadro en exceso portentoso para el hombre-, un hecho superior a la sensibilidad ante el cual el espíritu se siente inevitablemente sobrecogido, de modo que al mirarlo fija y empecinadamente se tenga la molesta sensación de que la imagen comienza a decaer. Sin embargo, se trata de una decadencia que no proviene del volcán sino de uno mismo, pues el ojo renuncia voluntariamente a seguir en busca de una perfección que ya se le ha revelado (p. 42).

Cuando esta mezcla está todavía bajo tierra se le llama magma, y una vez sale a la superficie se conoce como lava (p. 46).

dos corrientes de aire frío se encuentran para dejar sin agua la costa peruana. Una de estas proviene del mar, la otra de la cordillera. La primera tiene origen en la corriente marina de Humboldt, que surge cerca de la costa y enfría el aire que sopla sobre el desierto. La otra nace en las cumbres de las montañas de los Andes, y baja por sus flancos hasta encontrarse con lap rimera. Esta concentración de vientos fríos y húmedos es incapaz de elevarse para formar nubes y engendrar lluvias (p. 55).

El desierto no es sinónimo de muerte, sino de vida lenta y sosegada (p. 56).

Contrario a los asuntos de la vida cotidiana, donde los momentos se fijan por la repetición del día a día, en un viaje lo hacen precisamente por ser irrepetivles (p. 70). 

¿Qué hacen las piedras mientras la gente duerme? (p. 74)

¿Se puede escribir sobre las piedras, al igual que se las puede, por ejemplo, pintar? La tierra está compuesta por capas, como lo están la pintura y la escritura. El pintor echa una capa sobre otra para ir logrando su obra. Debajo de un color suele haber otro, y otro, porque los pigmentos se potencian al superponerse. Así mismo ocurre con la escritura: cada vez que el escritor pasa por párrafos que acaba de escribir -o que escribió ayer, la semana pasada, hace años-, va agregando, quitando, modificando, como si pasara un rodillo sobre una masa que en apariencia ya tiene suficiente (p, 77).

Al fósil, como ocurre con el alma de algunas personas, se le hace necesario visitar las profundidades para adquirir su carácter (p. 94). 

Pitágoras, quien decía que la Tierra es un ser vivo con pulmones que exhalan fuego a través de mil respiraderos (p. 102).

En aquel tiempo la geología estaba muy cerca de la poesía, lo cual me habría ahorrado muchas explicaciones al pasar de la una a la otra (p. 102). 

Sus fracturas, ahora más visibles, están lejos de imprimirle una idea de fragilidad; al contrario, acentúan su figura de igual manera que las cicatrices hacen parecer a un hombre más enigmático y no pocas veces más atractivo (p. 104).

Me parece que la actitud impasible del monte ocultaba de alguna manera cierta indiferencia hacia el resto de la cordilera, incluso, un ocio displicente hacia todo lo que lo rodea. Si desde el poblado lo he percibido como escéptico a la mirada del hombre, desde esta distancia es evidente que reclama esa mirada. no pide que se le apruebe, es cierto, pero sí que se le preste atención. ¿Hay en él, quizá, algún asomo de vanidad? (p. 104).

Mirando el mapa de abajo hacia arriba, como si el continente naciera en el sur y terminara en el trópico, su forma me recuerda a la del genio persa que sale de la lámpara de aceite (p. 124).

Curiosa metáfora del escritor, hombre con derecho a todo pero sin responsabilidad de nada, que dedica las horas a contar lo que otros hacen (p. 127).


Al oído de la cordillera
Ignacio Piedrahíta
Fondo Editorial Universidad Eafit
Medellín, 2011
142 páginas

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