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lunes, 5 de noviembre de 2018

Plata quemada, de Ricardo Piglia

Huir es más divertido si se hace en compañía. Eso es lo que el cine enseña en películas como Bonny and Clyde,  Thelma y Louise o Butch Cassidy and the Sundance Kid. Parejas fugitivas que mientras huyen caen, pero también ríen. Cuando no hay mucho futuro hay que vivir con intensidad el presente.

De ese río parece beber Plata quemada, la novela que el argentino Ricardo Piglia escribió durante años y finalmente publicó en 1997, el mismo año del estreno en Argentina de Trainspotting, la película del inglés Danny Boyle con protagonistas que permanecen tan drogados y tan ávidos de dinero que perfectamente habrían podido cometer el mismo hurto que El Nene y Dorda llevaron a cabo en el Parque San Fernando, un suburbio del Gran Buenos Aires, según la reconstrucción de Piglia.

Plata quemada es una novela histórica. Parte de un hecho de la vida real: de un crimen de esos que acaparan la atención de la crónica roja y luego se hunden en el olvido. En el epílogo de Plata quemada, que podría ser también el prólogo, el narrador informa que el 27 de septiembre de 1965 se cometió un hurto en Buenos Aires y los ladrones emprendieron una huida frenética que los llevó hasta Montevideo. La fuga terminó el 6 de noviembre del mismo año.
 
El material informativo que da origen a la novela es ese. En su momento la prensa registró la noticia con fruición pero con los días las noticias nuevas sepultaron a las viejas, como suele ocurrir. La maestría de Piglia consiste en tomar esa información y convertirla años después en literatura. Piglia toma una noticia criminal vieja (como hace Gabo en Crónica de una muerte anunciada) y amasa los datos para cocinar algo nuevo. Los ingredientes, es decir los datos y el contexto de la época, estaban en los periódicos que se empolvan en los archivos de las bibliotecas.

Plata quemada es una novela histórica porque se basa en un hecho real ocurrido en el pasado, pero no es una novela histórica convencional. En Piglia la historia está para transgredirla, para dessacralizarla, para violarla. La historia particular del crimen pero también, en términos más amplios, la historia de Argentina. El autor tiene claro el rol de los héroes: El Gaucho Dorda, uno de los dos protagonistas, (el otro es El Nene) es un asesino ex convicto que pasa todo el día drogado, oye voces, es homosexual y habla poco. Su único interés, además de la droga, es la lectura de la revista Mecánica Popular. Pues bien, sobre Dorda escribe Piglia:
Parado y tirando con las dos manos, sereno, bum, bum, con una elegancia y los canas cagados de miedo. Cuando ven a un tipo así, decidido, que no le importa un belín, le tienen respeto. Si hubiera una guerra, supongamos que hubiera nacido en la época del general San Martín, el Gaucho, decía El Nene, bueno, tendría un monumento. Sería, no sé, qué se yo, un héroe, pero nació fuera de época (P. 56).

Las transgresiones en Plata quemada son varias. Para empezar, el concepto mismo de la plata, del dinero, que interesa por su valor de cambio. El título habla del acto de quemar billetes, que puede ser el mayor gesto de desapego al sistema capitalista: tener dinero para dilapidarlo: no para regalarlo como gesto populista, sino para destruirlo, para hacer visible lo obvio: que el dinero es papel. Se lee en la obra: “… quedó una pila de ceniza, una pila funeraria de los valores de la sociedad”. Esa postura política de la novela está clara desde el epígrafe, una frase de Bertolt Brecht: “¿Qué es robar un banco comparado con fundarlo?”.

Los elementos con los que se construye la historia son también transgresores. Plata quemada es una novela de antihéroes. Los policías son corruptos personajes que se dedican a la picana mientras esperan la jubilación, y los protagonistas, Dorda, El Nene y su entorno, son ex presidiarios sin interés en redimirse. Los mueve, si acaso, el afán de conseguir plata para irse de Argentina e instalarse en Nueva York, en una forma de evidenciar que el sueño americano es una constante latina que permea todas las capas sociales y todos los imaginarios, desde hace décadas.

Mientras preparan el robo y la fuga, Dorda, El Nene, Malito y Mereles meten cocaína, se empepan, fuman marihuana, ven televisión, hablan banalidades (como los diálogos de los criminales de Tarantino) y tienen sexo en distintas variedades. “Cuando la carne escaseaba, se acostaban juntos, El Nene y el Gaucho Rubio” (p. 54). Las mujeres de la novela, sin excepción, cumplen uno de estos dos roles: son sus madres o son objetos sexuales: “A veces pensaba en una mujer y la sentaba en la ventana de la celda y le empezaba a chupar el clítoris, podía ser cualquier mina, mi hermana podía ser” (p. 68).

Plata quemada es una transgresora novela histórica que además propone una cartografía distinta de Buenos Aires. La capital argentina de estas páginas está muy lejos de la París suramericana que sueñan sus habitantes. Aparecen el subte, la Plaza de San Fernando, Rivadavia, Florida, el cine del Rex y el Tigre. Pero también Adrogué, la provincia en donde nació Piglia y en algún momento de la novela se dice de un personaje que prefiere la periferia. El autor nos habla de los límites en su sentido sociológico pero también geográfico, y de las relaciones entre ambas marginalidades. La estética bizarra del lenguaje concuerda con los espacios elegidos: en vez de narrar calles bonitas y edificios de mármol, Piglia prefiere describir otras arquitecturas. En este sentido Plata quemada es una obra que en sus páginas incluye personajes borde, pero también barrios y calles que distan de la postal turística, el lujo y el glamour. De hecho, buena parte de la novela ocurre de puertas para adentro, en cuartos a puerta cerrada, que corresponden a esta descripción: “las paredes vacías dan al ambiente el tono de precariedad que tienen los lugares así” (p.99).

Es también interesante el rol que le da Piglia a los medios de comunicación. No sólo le dan la oportunidad de incluir también en estas páginas a su querido personaje Emilio Renzi, sino que además muestran la relación ambigua entre los medios y sus receptores: por un lado, el lenguaje impostado y aséptico que usan  algunos periodistas para describir la acción en caliente, reproduciendo versiones oficiales, pero por otro lado los medios aparecen como validadores de la realidad. En medio de la balacera final el narrador cuenta que los protagonistas “habían  puesto el televisor en el piso para que no lo reventaran las balas y a ratos, cuando había una pausa, miraban lo que pasaba en la calle. También escuchaban el relato de los hechos transmitidos por Radio Carve, la voz de alterada de los locutores que se turnaban para contar los tremendos momentos vividos en la ciudad de Montevideo” (p. 108). Sobre Malito, el único de los cuatro sobrevivientes que no participa en la balacera final, se ha dicho setenta páginas antes: “Malito era entonces, como todos los pistoleros profesionales, un ávido lector de la página policial de los diarios, y ésa era una de sus debilidades” (p. 40).

No se trata, en todo caso, de un triller más. Plata quemada tiene un trabajo minucioso del lenguaje y un elemento que la potencia como obra: el humor. El narrador parece pensar que no hay nada sagrado en la Argentina: ni los militares, ni los policías, ni la religión, ni el sistema financiero ni Perón, ni Evita, ni la belleza de la ciudad. Todo puede ser objeto de burla y nada más eficaz que el humor para desnudar tiranías y autoritarismos.

Como todos los libros, Plata quemada tiene varias capas de lectura. El robo es una anécdota que permite mostrar un contexto de corrupción, capitalismo, exclusión y decadencia, sin discursos moralizantes. Sin embargo, quizás no es necesario que el lector haga todos estos análisis para disfrutar un libro como éste, que es un enorme divertimento. Ya lo decía la revista Selecciones del Reader´s Digest: la risa, remedio infalible.  


Plata quemada
Ricardo Piglia
Penguin Random House
Buenos Aires, 2013 (primera edición 1997)
172 páginas

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